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El pensamiento utópico

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Publicado en el número extraordinario XV aniversario del diario Expansión titulado ¡Viva el pensamiento único!

Al igual que, en su día, escribió F. Hayek, yo estaría dispuesto a sumarme a los que, oponiéndose a la economía de mercado, proponen alternativas para asegurar el bienestar de las personas de todos los países, si su interpretación del orden social y las soluciones esgrimidas, reflejaran la realidad. Pero, la experiencia me ha confirmado que todo lo que proponen los enemigos del pensamiento liberal, produce resultados exactamente contrarios a los que ellos pretenden. Esto se me ha hecho más evidente a la luz de las campañas emprendidas contra la globalización, en las que resulta fácil predecir que, si las actuaciones que proponen en beneficio de los países pobres se pusieran en practica, el resultado sería sumirles en mayor miseria.

A la izquierda -socialistas y demás partidarios del constructivismo- le ha dado por calificar de "pensamiento único" al liberalismo económico. No pienso gastar mucha tinta para afirmar que el pensamiento verdaderamente liberal no puede llamarse único, ya que son pocos los que en realidad lo comparten y muchos más los que, en la izquierda, por convicción ideológica, abominan de él, y también más los que, en la derecha, por el complejo de lo políticamente correcto, no les gusta verse incluidos entre los partidarios del liberalismo económico. El pensamiento liberal no es, pues, un pensamiento único en el sentido de compartido por muchos, ya que, más bien, cabe calificarlo de minoritario. Pero sí es verdaderamente único, en el sentido de que, si se aplica correctamente, es el "único" capaz de producir riqueza y bienestar para el mayor número de las personas que componen la raza humana, liberando de la pobreza a aquellos que forman parte de los países atrasados.

De aquí que, deseando, por lo menos tanto como los "progresistas" dicen desear, el bienestar de los países en desarrollo, no puedo sumarme a un pensamiento que, por su distanciamiento de la realidad, hay que calificar de utópico y, en mi condición de liberal iusnaturalista, me adhiero a la convicción de que, "con excepción del mecanismo a través del cual el mercado competitivo procede a distribuir los ingresos, no existe ningún método conocido que permita a los diferentes actores orientar sus esfuerzos al objeto de obtener el mayor producto posible para la comunidad". Y lo afirmo sin rubor porque prefiero ser partidario del "único" pensamiento que funciona, a militar en la inoperancia del "pensamiento utópico".

En los últimos tiempos, los adictos al "pensamiento utópico" han escogido la globalización como blanco de todas sus iras. Utilizando a cierta clase de ONGs, interesadas, según pregonan, en la defensa de los países pobres, con ayuda de gente armada de pancartas y objetos contundentes, se encargan de reventar las reuniones de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en Seattle; del FMI y el Banco Mundial, en Washington y en Praga; o la Cumbre de las Américas en Quebec, para oponerse a la expansión del Comercio Internacional que, según el abanico de organizaciones congregadas, habría de servir para sumir más en la miseria a los países pobres, cuando en realidad es exactamente al revés.

El pensamiento utópico necesitaba personificar al enemigo de alguna manera. Y, a tal fin, ha elegido el Foro de Davos que ha convertido en el paradigma del "imperialismo financiero y el ultraliberalismo económico". En oposición al mismo, han creado el Foro de Porto Alegre, en el Brasil, que quieren que sea el contra-poder para, en el siglo que empieza, abatir la mundialización. Conozco el Foro de Davos desde sus comienzos, en 1971, cuando una veintena de personas privadas, con responsabilidades en el mundo de la empresa, decidieron crear una fundación sin ánimo de lucro, el Word Economic Forum, al objeto de brindar una plataforma para que empresarios, políticos, académicos y otros líderes sociales, pudieran reunirse y dialogar sobre ideas, opiniones y conocimientos en orden al desarrollo económico y el progreso social. El Foro de Davos, así llamado por la estación suiza donde se reúne, en sus treinta años de existencia, ha evolucionado, desde las modestas reuniones de ejecutivos de los primeros años 70, hasta convertirse en la gran cumbre global en la que, a principios de cada año, con la presencia de los representantes de los organismos internacionales de carácter económico y financiero, así como de los gobiernos de todos los países del mundo, los participantes, en número que ya rebasa los 3.000, intentan poner los cimientos para la definición de la agenda política, económica y empresarial del año. El Word Economic Forum, cuyos miembros son empresas y personas particulares, no interviene en las operaciones que el Banco Mundial y el FMI realizan para ayudar con recursos de capital a los países en desarrollo y salvar aquellos que se hallan en crisis, sino que se centra en la potenciación de las ideas que pueden hacer viable el desarrollo de los primeros y evitar el colapso de los segundos.

Del Foro de Porto Alegre sólo sé que, según sus promotores, "pretende poner fin al pensamiento único y a la dominación del modelo mundial de las multinacionales sustituyéndolo por un proyecto creíble de progreso global y solidario". Para lograrlo, parece que tienen un nebuloso programa de 5 puntos para cuyo primer balance se fijan un horizonte de 10 años. Largo me lo fiáis. No me cabe la menor duda de que, al margen de las manifestaciones violentas y de los excesos verbales de los portavoces del movimiento, en Porto Alegre, dentro de un conjunto de personas equivocadas en sus planteamientos económico-financieros, hay algunas que, a pesar de ello, están animadas de la mejor buena voluntad. Puedo decirlo porque no hace mucho organicé en el IESE un encuentro interdisciplinar sobre la Globalización que, titulé "Intento de diálogo constructivo entre Davos y Porto Alegre". Y las dos personas que aceptaron representar los enfoques que se suponía latían bajo ambos nombres, fueron razonablemente moderadas en sus exposiciones, y, aunque las posturas de fondo se mantuvieron, el diálogo resultó fructífero y los asistentes se mostraron enriquecidos por el desarrollo de la sesión.

El suceso que acabo de relatar no tiene nada de extraño porque la globalización, a pesar de que el debate actual pueda sugerir lo contrario, no es una ideología, sino un proceso económico-financiero que viene desarrollándose, con altos y bajos, desde hace bastantes años. Y este proceso, como la inmensa mayoría de los hechos económicos, desde el punto de vista moral, es neutro; sin embargo, puede producir efectos positivos o negativos, éticamente deseables o éticamente rechazables. Dependerá de la manera como lo utilicen las personas y las instituciones que intervengan en el proceso. Pero antes, conviene recordar las causas y los efectos de la globalización.

Las causas de la globalización son, por un lado, la apertura de las fronteras y la reducción de las barreras arancelarias y, por otro lado, los avances tecnológicos que facilitan y abaratan la información y las comunicaciones. Al amparo de estos factores, tuvo lugar una primera globalización que empezó en 1850 y se interrumpió en 1914, a consecuencia de las políticas proteccionistas introducidas. Restablecidas las condiciones, a partir de 1950 se inicia una segunda globalización que dura ya 50 años y actualmente se acelera a consecuencia de la nueva economía. La información estadística dice que, tanto en la primera como en la segunda globalización, el crecimiento económico y la renta per cápita han sido mayores que en el período de proteccionismo, para todos aquellos países que han podido participar en una u otra globalización. La primera consecuencia es, por lo tanto, que la globalización no es un mal; lo malo es no poder participar en la globalización, que es lo que les ha sucedido y sigue sucediendo a los países en desarrollo.

Ante ese hecho la pregunta es por qué los países que llamamos pobres no han podido participar de los beneficios de la globalización. La razón es que la entrada de un país en el proceso globalizador depende de la existencia de derechos de propiedad bien definidos y protegidos por la ley; de un marco de estabilidad monetaria y presupuestaria; de un sistema fiscal no confiscatorio; de mercados de factores y de productos libres; de la libertad de comercio y de movimientos de capital, y de la existencia de un Estado fuerte pero limitado, garante de la paz interna, del imperio de la ley y de los derechos individuales. Y esto es lo que no han tenido nunca, desde su independencia, ni los países africanos ni la mayoría de los iberoamericanos. Y así se explica que estos países, gobernados por minorías en gran parte corruptas y rotatoriamente instaladas en el poder, se debatan en el subdesarrollo y sufran las consecuencias de una pobreza que no les permite soportar la carga de la deuda que, en su día, los gobiernos respectivos asumieron haciendo mal uso, cuando no fraudulento e incluso criminal, de los fondos recibidos, en vez de invertirlos para el desarrollo, tolerando o tal vez siendo los autores de la fuga al exterior de una gran parte de los capitales recibidos.

De aquí que la verdadera solución para el desarrollo de los países pobres que, como he dicho, pasa por su participación en la globalización, no consiste en cancelarles la deuda externa, como tantas ONGs piden, ni en facilitarles subvenciones o donativos, como se ha venido haciendo hasta ahora y que, en muchas ocasiones, sólo han servido para perpetuar las causas del subdesarrollo, como sucede en los países subsaharianos que son los que reciben mayor ayuda per cápita del mundo. Lo que hay que hacer es empujarles a cambiar el sistema, reconociendo la culpa imputable al mundo desarrollado, por haber exportado a esos países las ideas de un socialismo intervencionista, presuntamente igualitario y garante del bien común. Ideas que, si en los países desarrollados, tras reconocer su fracaso, con daños por fortuna no irreparables, dieron paso a concepciones más liberales de la economía, han quedado enquistadas en los países pobres, incapaces de soportar el experimento, con el subsiguiente empeoramiento, en las últimas décadas, de los indicadores socio-económicos, y en primer lugar del PIB per cápita.

Las ONGs, congregadas en Porto Alegre o vociferantes ante los organismos internacionales, dicen que no es justo que el FMI, el Banco Mundial o el Club de París exijan a los países en desarrollo la adopción de los modelos que imperan en los países desarrollados y que no son los que ellos quieren tener, de acuerdo con su manera de ser. Pero lamentablemente, los modelos que tienen esos países son precisamente los causantes de su pobreza y, por eso, hay que ayudarles a cambiarlos. ¿Y cómo se puede hacer? A mi juicio, de dos maneras: uno, canalizando hacia esos países capitales de los países desarrollados para crear empresas productivas; y dos, abriendo las fronteras de los países desarrollados para que puedan entrar las primeras materias y los productos de los países en desarrollo.

Para lo primero, es necesario que las multinacionales, convencidas de que, en frase del Profesor Prahalad de la Universidad de Michigan, "hay que dejar de ver a los pobres como un problema, para verlos como una oportunidad de negocio", cambien, como algunas lo han hecho ya con éxito, adaptando sus cadenas de producción y comercialización a las posibilidades de los numerosísimos clientes potenciales de los países pobres. Pero para que esto sea posible es indispensable que los gobiernos de los países en desarrollo, no sólo no se opongan a la entrada de las multinacionales, sino que la favorezcan. Hay indicios de que algunos de ellos empiezan a considerar la globalización como lo que es: una esperanza de mejora. Así se pudo comprobar en Davos en febrero de este año. Durante una cena de líderes africanos, un dirigente de una ONG preguntó en voz baja al presidente de Senegal, Abdoulaye Wade, que cómo pensaba aliviar los males que la globalización estaba causando en su país. Su sorpresa fue mayúscula cuando Wade contestó: "¿qué globalización?, ¡la globalización todavía no ha llegado a Ýfrica y mi gobierno está haciendo todo lo posible para que llegue pronto y podamos beneficiarnos de ella". De la misma forma se expresaron los presidentes de Nigeria, de Sudáfrica y de Tanzania. Es decir, en contra del "pensamiento utópico" que quiere "proteger" a esos países de la globalización, ellos se dan cuenta -¡viva el pensamiento único!- de que en la globalización está la solución.

La segunda manera, la apertura de los mercados de los países industrializados a las exportaciones de los productos en los que los países pobres gozan de ventajas competitivas, no es tarea fácil, ya que tropieza con los intereses de los grupos de presión de los países desarrollados que pretenden protegerse de la competencia de los países pobres, poniendo vallas a la importación de sus productos. Tropieza, sobre todo, con la hipocresía de los gobiernos y de las organizaciones sindicales que, escudándose en las falsas razones del "dumping social", legislan en favor de las exigencias de los grupos industriales, comerciales o agrícolas, cuyos votos quieren conservar. Y aquí, de nuevo, surge el error de hecho del "pensamiento utópico" de Porto Alegre, que no se da cuenta de que paseando por el mundo a personajes como José Bové está haciendo la tarea sucia a los grupos de interés contrarios a la liberalización del comercio internacional, cuyo principal efecto no sería perjudicar, sino beneficiar a los países menos desarrollados. El extravagante Bové, uno de los estandartes contra la globalización, no siente la menor preocupación por el destino de los países pobres. Lo único que le importa es proteger a los agricultores franceses de la competencia que sin duda le harían los productos de los países pobres si los dejáramos entrar en Europa.

Como decía antes, la globalización, en sí, no es buena ni mala. Lo malo es que los gobiernos de los países pobres no erradiquen sus corruptos modelos intervencionistas que impiden la entrada en la globalización. Lo malo es la hipocresía de los países ricos que, enmascarando su egoísmo con las ridículas propuestas encaminadas a destinar el 0,7% del PIB a ayudar a los países pobres, cierran a estos países las puertas de la globalización que es donde está su verdadero futuro. Lo bueno sería que unos y otros entraran por la senda de la libertad responsable que propugna el único pensamiento capaz de producir, dentro de la limitación de toda construcción humana, riqueza y bienestar para el mayor número de personas.