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Sobre la Producción de Seguridad

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Traducido por Gabriel Calzada

Publicado originalmente en Journal des Économistes, el 15 de febrero de 1849.
 
Existen dos maneras de considerar la sociedad. De acuerdo con unos, la formación de las diferentes asociaciones humanas no está regida por leyes providenciales e inmutables. Estas asociaciones, organizadas originariamente de un modo puramente artificial por los legisladores primitivos, pueden ser, en consecuencia, modificadas o rehechas por otros legisladores, a medida que la ciencia social progresa. En este sistema el gobierno juega un papel primordial porque es al gobierno, depositario del principio de autoridad, a quien incumbe la tarea diaria de modificar y rehacer la sociedad.
 
Por el contrario, de acuerdo con los otros, la sociedad es un hecho puramente natural; como la tierra sobre la que se soporta, la sociedad se mueve en virtud de leyes generales y preexistentes. En este sistema, no existe tal cosa, propiamente hablando, como la ciencia social; no existe más que una ciencia económica que estudia el organismo natural de la sociedad y que muestra como funciona dicho organismo.
 
Así pues, nos proponemos examinar, de acuerdo con este último sistema, cuál es la función y organización natural del gobierno.
 
 
I.
 
Con el fin de definir y delimitar bien la función del gobierno, hemos de investigar, antes que nada, la esencia y el objeto de la sociedad misma.
 
¿A qué impulso natural obedecen los hombres cuando se reúnen en sociedad? Obedecen al impulso o, para ser más exactos, al instinto de la sociabilidad. La raza humana es esencialmente sociable. Los hombres son inducidos por el instinto de vivir en sociedad.
 
¿Cuál es la razón de ser de este instinto?
 
El hombre experimenta una multitud de necesidades, de cuyas satisfacciones dependen sus goces y de cuyas insatisfacciones se derivan sus sufrimientos. Ahora bien, encontrándose solo o aislado, el hombre únicamente puede proveerse de esas necesidades, que le atormentan sin cesar, de un modo incompleto e insuficiente. El instinto de la sociabilidad le acerca a sus semejantes y le empuja a ponerse en comunicación con ellos. Entonces, los individuos se aproximan impelidos por el propio interés, estableciéndose cierta división del trabajo necesariamente seguida por intercambios; en breve, vemos surgir una organización mediante la cual el hombre puede satisfacer sus necesidades de forma mucho más completa de lo que podría viviendo aislado.
 
Esta organización natural se llama la sociedad.
 
El objeto de la sociedad es, por lo tanto, la más completa satisfacción de las necesidades del hombre, y los medios para su consecución son la división del trabajo y el intercambio.
 
Entre las necesidades del hombre existe un tipo particular que juega un papel inmenso en la historia de la humanidad: la necesidad de seguridad.
 
¿En qué consiste esta necesidad?
 
Ya sea que vivan aislados, ya en sociedad, los hombres están interesados, ante todo, en preservar su existencia y los frutos de su trabajo. Si el sentimiento de justicia estuviese universalmente extendido sobre la faz de la tierra; si, en consecuencia, cada hombre se limitase a trabajar y a intercambiar los frutos de su trabajo, sin desear atentar contra la vida de otros hombres o apoderarse, a través de la violencia o del fraude, del producto del trabajo de otros hombres; si, en una palabra, cada cual experimentase un horror instintivo hacia los actos que dañasen a otros, la seguridad existiría con toda certeza de forma natural sobre la tierra, y no sería necesaria ninguna institución artificial para fundarla. Por desgracia, no es así como son las cosas. El sentido de la justicia parece ser el atributo excepcional de tan sólo unos pocos seres elevados y excepcionales. Entre las razas inferiores no existe mas que en un estado rudimentario. De ahí los innumerables ataques llevados a cabo, ya desde el origen del mundo, desde los tiempos de Caín y de Abel, contra la vida y la propiedad de las personas.
 
De ahí también la fundación de organismos que tienen como objeto garantizar a cada cual la posesión pacífica de su persona y de sus bienes.
 
Estos organismos han recibido el nombre de gobiernos.
 
En todas partes, incluso entre las tribus menos ilustradas, uno encuentra un gobierno. Tan general y urgente es la necesidad de seguridad que provee.
 
Por todas partes, los hombres se resignan a los sacrificios más duros antes que renunciar a un gobierno, y por ende a la seguridad, sin que nadie pueda decir que, al actuar de esta forma, hayan calculado mal.
 
Supongamos, en efecto, que un hombre se encuentra incesantemente amenazado en su persona y en sus medios de subsistencia. ¿No será su primera y más constante preocupación protegerse de los peligros que le rodean? Esta preocupación, este esmero y este trabajo absorberán necesariamente la mayor parte de su tiempo, así como las facultades más energéticas y activas de su inteligencia. En consecuencia, no podrá dedicar más que esfuerzos insuficientes y precarios, y una atención fatigada, a la satisfacción de sus otras necesidades.
 
Incluso si este hombre fuese obligado a renunciar a una porción muy considerable de su tiempo y de su trabajo en favor de alguien que se encargase de garantizarle la posesión pacífica de su persona y de sus bienes, ¿no le supondría aún una ganancia cerrar esta transacción?
 
Con todo, nada redundaría de manera más obvia en su propio interés que procurarse su seguridad al menor precio posible.
 
 
II.
 
Si hay una verdad bien establecida en economía política, es esta:
Que en todos los casos, y para todos los bienes que sirven para satisfacer las necesidades materiales o inmateriales del consumidor, el interés del consumidor consiste en que el trabajo y el intercambio permanezcan libres, porque la libertad de trabajo y de intercambio tienen como resultado necesario y permanente la máxima reducción del precio de las cosas.
 
Y esta:
Que el interés del consumidor de cualquier bien debe prevalecer siempre sobre el interés del productor.
 
Ahora bien, siguiendo estos principios, llegamos a esta rigurosa conclusión:
 
Que la producción de la seguridad debe, por el interés de los consumidores de este bien inmaterial, permanecer sometido a la ley de la libre competencia.
 
De donde resulta:
 
Que ningún gobierno debe tener el derecho de impedir a otro gobierno entrar en competencia con él, o de obligar a los consumidores de seguridad a dirigirse exclusivamente a él para obtener este servicio.
 
Sin embargo, debo decir que, hasta el presente, se ha retrocedido ante estas rigurosas consecuencias que resultan del principio de la libre competencia.
 
Uno de los economistas que más lejos ha llevado la aplicación del principio de la libertad, el Sr. Charles Dunoyer, piensa "que las funciones del gobierno jamás podrán caer bajo el dominio de la actividad privada[1]".
 
Así pues, he aquí una clara y evidente excepción aducida al principio de la libre competencia.
 
Esta excepción es tanto más destacable cuanto que es única.
 
Sin duda, pueden encontrarse economistas que establezcan excepciones más numerosas a este principio; pero podemos afirmar atrevidamente que estos no son economistas puros. Generalmente los verdaderos economistas están de acuerdo en afirmar, por una parte, que el gobierno debe limitarse a garantizar la seguridad de los ciudadanos y, por otra, que la libertad de trabajo y de intercambio debe ser, para todo lo demás, entera y absoluta.
 
¿Pero cuál es la razón de ser de la excepción relativa a la seguridad? ¿Por qué razón especial la producción de la seguridad no puede ser confiada a la libre competencia? ¿Por qué debe ser sometida a otro principio y organizada en virtud de otro sistema?
 
Sobre este punto, los maestros de la ciencia se callan, y el Sr. Dunoyer, quien ha hecho claro hincapié en esta excepción, no investiga los motivos sobre los que se apoya.
 
 
III.
 
En consecuencia, llegamos a preguntarnos si esta excepción está bien fundada, y si acaso pueda estarlo a los ojos de un economista.
 
Repugna a la razón creer que una ley natural bien demostrada pueda admitir excepción alguna. Una ley natural es válida en todo momento y en todo lugar, o no es tal ley. No creo, por ejemplo, que la ley universal de la gravedad, que rige el mundo físico, se encuentre suspendida en ningún momento ni en ningún lugar del universo. Ahora bien, considero a las leyes económicas como leyes naturales, y tengo tanta fe en el principio de la división, de la libertad de trabajo y del intercambio como la que puedo tener en la ley de la gravitación universal. Por consiguiente, pienso que si bien este principio puede sufrir perturbaciones, no admite en cambio ninguna excepción.
 
Pero, si esto es así, la producción de seguridad no debe ser apartada de la ley de la libre competencia; y, si lo es, la sociedad entera sufre un daño.
 
O bien esto es lógico y cierto, o los principios sobre los que se fundamenta la ciencia económica no son principios.
 
 
IV.
 
Así pues, ha sido demostrado a priori, para aquellos de nosotros que tenemos fe en los principios de la ciencia económica, que la excepción señalada más arriba no tiene razón de ser, y que la producción de la seguridad, al igual que cualquier otra, debe estar sometida a la ley de la libre competencia.
 
Adquirida esta convicción, ¿qué nos resta por hacer? Nos queda por indagar cómo ha llegado a suceder que la producción de seguridad no esté sometida a la ley de la libre competencia, y cómo ha llegado a suceder que se halle sometida a principios diferentes.
 
¿Cuáles son estos principios?
 
Aquellos del monopolio y del comunismo.
 
No existe, en el mundo entero, una sola organización de la industria de la seguridad, ni un solo gobierno, que no esté basado en el monopolio o en el comunismo.
 
A este respecto haremos, de pasada, una simple observación.
 
¿No sería extraño y exorbitante que la economía política aceptase en la industria de la seguridad el monopolio y el comunismo mientras que los reprueba por igual en las diversas ramas de las actividades humanas donde las ha visto hasta el presente?
 
 
V.
 
Examinemos ahora cómo es que todos los gobiernos conocidos están sometidos a la ley del monopolio u organizados en virtud del principio comunista.
 
Indaguemos primero que es lo que se entiende por monopolio y por comunismo.
 
Es una verdad observable que mientras más urgentes y necesarias son las necesidades del hombre, más considerables son los sacrificios que estará dispuesto a imponerse para satisfacerlos. Ahora bien, existen cosas que se encuentran en abundancia en la naturaleza y cuya producción no exige más que un ligero trabajo, pero que, sirviendo para apaciguar esas necesidades urgentes pueden, en consecuencia, adquirir un valor fuera de toda proporción en relación con su valor natural. Tomaremos la sal como ejemplo. Supongamos que un hombre o una asociación de hombres lograsen adjudicarse en exclusiva la producción y la venta de la sal. En ese caso es evidente que ese hombre o esa asociación podrán elevar el precio de este género muy por encima de su valor; muy por encima del precio que tendría bajo el régimen de la libre competencia.
 
Uno diría entonces que este hombre o esta asociación de hombres posee un monopolio, y que el precio de la sal es un precio de monopolio.
 
Pero es evidente que los consumidores, de ningún modo, consentirán libremente en pagar la abusiva sobretasa del monopolio; será necesario obligarles a pagarla y, para ello, será preciso emplear la fuerza.
 
Todo monopolio se ampara necesariamente en la fuerza.
 
Desde el momento en que los monopolistas dejen de ser más fuertes que los consumidores por ellos explotados, ¿qué sucederá?
 
El monopolio siempre acaba por desaparecer, ya sea de manera violenta, o como resultado de una transacción amigable. Y en ese momento, ¿qué pondremos en su lugar?
 
Si los sublevados e insurgentes consumidores se apoderan de los medios de producción de la industria de la sal, confiscarán con toda probabilidad la industria para su beneficio, y su primer pensamiento no será confiarlo a la libre competencia sino, mas bien, explotarlo en común por su propia cuenta.
 
Nombrarán en consecuencia un director o un comité directivo para la explotación de las salinas a quien asignarán los fondos necesarios para atender los costes de la producción de sal. Después, puesto que la experiencia del pasado les habrá vuelto recelosos y desconfiados, puesto que temerán que el director nombrado por ellos se quede con la producción para su propio beneficio, y simplemente reconstituya, de manera abierta o cerrada, el viejo monopolio para su beneficio particular, elegirán delegados, representantes encargados de aprobar los fondos necesarios para los costes de la producción, de vigilar el empleo que de ellos se hace, y de controlar que la sal producida sea repartida por igual entre todos los que tienen derecho. Así es como se organizará la producción de la sal.
 
Esta forma de organizar la producción recibe el nombre de comunismo.
 
Cuando esta organización se aplica únicamente a un solo bien, se dice que el comunismo es parcial.
 
Cuando se aplica a todos los bienes, se dice que el comunismo es completo.
 
Pero, tanto si el comunismo es parcial como si es completo, la economía política no lo admite más que al monopolio, del que no es más que una extensión.
 
 
VI.
 
¿No es lo que se acaba de decir acerca de la sal visiblemente aplicable a la seguridad? ¿No es esta la historia de todas las monarquías y de todas las repúblicas?
 
En todas partes, la producción de seguridad comenzó organizándose como monopolio, y en todas partes tiende, hoy en día, a organizarse de manera comunista.
 
He aquí el porqué.
 
De entre todos los bienes materiales o inmateriales necesarios para el hombre, ninguno, con la posible excepción del trigo, es más indispensable y puede, en consecuencia, soportar una tasa de monopolio más alta.
 
Tampoco puede ningún bien caer con tanta facilidad en el monopolio.
 
¿Cuál es, en realidad, la situación de la persona que necesita seguridad? La debilidad. ¿Cuál es la situación de aquellos que se comprometen a proveerles la seguridad necesaria? La fuerza. Si fuese de otra forma, si los consumidores de seguridad fueran más fuertes que los productores, es evidente que prescindirían de su auxilio.
 
Pero, si los productores de seguridad son, en su origen, más fuertes que los consumidores, ¿no sería sencillo para aquellos imponer un régimen de monopolio a estos últimos? Por todas partes se ve que en el origen de las sociedades, las razas más fuertes y guerreras se atribuyen el gobierno exclusivo de las sociedades; por todas partes se ve a estas razas atribuirse, sobre una circunscripción más o menos extensa, en función de su número y de su fuerza, el monopolio de la seguridad.
 
Y puesto que este monopolio, por su propia naturaleza, es extraordinariamente rentable, vemos también por todas partes a las razas investidas con el monopolio de la seguridad librar luchas encarnizadas con el fin de aumentar la extensión de su mercado, el número de sus consumidores forzosos y, por lo tanto, la cuantía de sus beneficios.
 
La guerra ha sido la consecuencia necesaria e inevitable del establecimiento del monopolio de la seguridad.
 
Como otra consecuencia inevitable de lo anterior, este monopolio tenía que engendrar todos los demás.
 
Al examinar de cerca la situación de los monopolistas de la seguridad, los productores de otros bienes no podían dejar de reconocer que nada hay en el mundo más ventajoso que el monopolio. En consecuencia, debían quedar tentados por su parte de aumentar los beneficios de sus industrias a través de los mismos procedimientos. Pero, ¿qué les hacía falta para acaparar, en detrimento de los consumidores, el monopolio del bien que producían? Les hacía falta la fuerza. Ahora bien, no poseían esa fuerza, necesaria para reprimir la resistencia de los consumidores en cuestión. ¿Qué fue lo que hicieron? La tomaron prestada, a cambio de pagos, de quienes la poseían. Solicitaron, y obtuvieron, el privilegio exclusivo de ejercer su industria dentro de los límites de determinada circunscripción al precio de ciertas contraprestaciones.
 
Dado que la concesión de estos privilegios reportaba una buena suma de dinero a los productores de seguridad, muy pronto el mundo se cubrió de monopolios. El trabajo y el intercambio fueron estorbados y encadenados por todas partes y, como resultado, la situación de las masas permaneció en la mayor de las miserias.
 
Sin embargo, tras largos siglos de sufrimiento, a medida que la ilustración se fue extendiendo poco a poco por el mundo, las masas, a las que asfixiaba esa red de privilegios, comenzaron a reaccionar contra los privilegiados y a demandar la libertad, es decir, la supresión de los monopolios.
 
Se produjeron entonces numerosas negociaciones. ¿Qué pasó, por ejemplo, en Inglaterra? En un origen, la raza que gobernaba el país y que estaba organizada como asociación (la feudalidad), a la cabeza de la cual se encontraba un director hereditario (el rey) y un consejo de administración igualmente hereditario (la Cámara de los Lores), que fijaba el precio de la seguridad, sobre la que tenían el monopolio, a la tasa que les conviniese establecer. Entre los productores de seguridad y los consumidores no había ninguna negociación. Este era el régimen del despotismo. Pero, con el paso del tiempo, los consumidores, habiendo adquirido conciencia de su número y de su fuerza, se sublevaron contra el régimen de la pura arbitrariedad y lograron negociar con los productores el precio del bien. A este efecto, designaron a los delegados que se reunían en la Cámara de los Comunes para discutir la cuota de los impuestos, es decir, el precio de la seguridad. Así lograron estar menos oprimidos. Sin embargo, dado que los miembros de la Cámara de los Comunes eran nombrados bajo la influencia directa de los productores de seguridad, la negociación no era auténtica, y el precio del bien permanecía por encima de su valor natural. Un día, los consumidores explotados de esta forma se insurreccionaron contra los productores y los desposeyeron de su industria. Entonces emprendieron por su cuenta la gestión de esta industria y eligieron para este fin a un director de explotación asistido por un consejo. Así fue como el comunismo sustituyó al monopolio. Pero la fórmula no tuvo éxito y, veinte años más tarde, el primitivo monopolio fue reestablecido. Sólo que esta vez los monopolistas tuvieron lo suficiente el buen juicio de no restaurar el régimen del despotismo; aceptaron la libre negociación sobre el impuesto, poniendo no obstante el esmero de corromper sin cesar a los delegados de los partidos adversarios. Pusieron a disposición de estos delegados diversos cargos de la administración de seguridad y llegaron incluso al extremo de admitir a los más influyentes en el seno de su consejo superior. Y es seguro que nada pudo ser más hábil que una conducta como esta. Sin embargo, los consumidores de seguridad terminaron por darse cuenta de estos abusos y exigieron la reforma del Parlamento. Largo tiempo rechazada, la reforma fue al fin conquistada y, desde entonces, los consumidores han logrado un notable aligeramiento de sus cargas.
 
Asimismo, en Francia, el monopolio de la seguridad, después de haber experimentado frecuentes vicisitudes y sufrido modificaciones diversas, acaba de ser derrumbado por segunda vez. Como antaño ocurriera en Inglaterra, el monopolio, ejercido primero para el beneficio de una casta y luego en nombre de una cierta clase social, ha sido finalmente sustituido por la producción en común. La totalidad de los consumidores, considerados como accionistas, designaron para un cierto período a un cargo de director de la explotación y a una asamblea encargada de controlar los actos del director y de su administración.
 
Nos contentamos con realizar una simple observación acerca de este nuevo régimen.
 
Del mismo modo que el monopolio de la seguridad debía engendrar por lógica todos los demás monopolios, el comunismo de la seguridad debe lógicamente engendrar todos los demás comunismos.
 
En efecto, sólo una de las dos cosas puede ser cierta:
 
O bien la producción comunista es superior a la producción libre, o no lo es.
 
Si lo es, no lo es sólo para la seguridad, sino para todas las cosas.
 
Si no lo es, el progreso consistirá inevitablemente en reemplazarlo por la producción libre.
 
Comunismo total o libertad total, ¡he ahí la alternativa!
 
 
VII.
 
Pero, ¿puede concebirse que la producción de seguridad sea organizada de otra manera que como monopolio o de forma comunista? ¿Puede concebirse que sea dejada a la libre competencia?
 
A esta cuestión, los llamados escritores políticos responden de forma unánime: No.
 
¿Por qué? Nosotros lo diremos.
 
Porque esos autores, que se ocupan especialmente del gobierno, no entienden la sociedad; porque la consideran como una obra ficticia, y creen que es la misión del gobierno modificarla y rehacerla incesantemente.
 
Ahora bien, para modificar o rehacer la sociedad, es necesario estar provisto de una autoridad superior a aquella de los diferentes individuos de la que se compone.
 
Los gobiernos monopolistas afirman haber obtenido esa autoridad, que les otorga el derecho de modificar o de rehacer la sociedad a su antojo, y de disponer como bien les parezca de las personas y de las propiedades, de Dios mismo; los gobiernos comunistas, afirman haber obtenido esa misma autoridad de la razón humana, tal y como se manifiesta a través de la mayoría del pueblo soberano.
 
¿Pero, poseen verdaderamente los gobiernos monopolistas y los gobiernos comunistas esa autoridad superior e irresistible? ¿Tienen en realidad una autoridad superior a la que podrían tener los gobiernos libres? Esto es lo que importa examinar.
 
 
VIII.
 
Si fuese verdad que la sociedad no se encontrase organizada de forma natural; si fuese verdad que las leyes en virtud de las cuales se mueve tuvieran que ser incesantemente modificadas o rehechas, los legisladores precisarían por necesidad de una autoridad inmutable y sagrada. Como continuadores de la Providencia en la tierra, deberían ser respetados casi igual que Dios. ¿Si fuese de otro modo, no les sería imposible cumplir su misión? En efecto, uno no puede intervenir sobre los asuntos humanos, uno no puede tratar de dirigirlos y regularlos sin ofender diariamente a una multitud de intereses. A menos que los depositarios del poder sean considerados como pertenecientes a una esencia superior o encargados de una misión providencial, los intereses lesionados resistirán.
 
De ahí la ficción del derecho divino.
 
Esta ficción era con certeza la mejor que uno pueda imaginar. Si logras convencer al vulgo de que el mismo Dios ha elegido a ciertos hombres o a ciertas razas para conceder leyes a la sociedad y gobernarla, es evidente que nadie soñará siquiera con rebelarse contra aquellos elegidos por la Providencia, y todo lo que el gobierno haga, bien hecho estará. Un gobierno basado en el derecho divino es imperecedero.
 
Sólo con una condición: que se crea en el derecho divino.
 
En efecto, si uno se atreviese a pensar que los caudillos del pueblo no reciben directamente su inspiración de la Providencia, que obedecen a impulsos puramente humanos, el prestigio que les rodea desaparecería, y la resistencia a sus decisiones soberanas será irreversible, del mismo modo que se resiste a todo lo que viene del hombre a menos que su utilidad sea claramente demostrada.
 
También es curioso ver con qué esmero los teóricos del derecho divino se esfuerzan por establecer la sobrehumanidad de las razas en posesión del gobierno de los hombres.
 
Escuchemos, por ejemplo, a M. Joseph de Maistre:
 
"El hombre no puede hacer soberanos. Todo lo más, puede servir de instrumento para desposeer a un soberano y entregar su Estado a otro que ya sea príncipe. Por lo demás, jamás ha existido una familia soberana a la que se le pudiese identificar con un origen plebeyo. Si ese fenómeno sucediese, marcaría una nueva época en el mundo.
 
[...] Está escrito: Yo soy quien hace a los soberanos. Esta no es en absoluto una frase de iglesia, una metáfora de predicador; es la verdad literal, simple y palpable. Es una ley del mundo político. Dios hace a los reyes, al pie de la letra. Él prepara a las razas reales, él las madura en medio de una nube que esconde su origen. Luego aparecen coronadas de gloria y de honor; ocupan su lugar[2]."
 
De acuerdo con este sistema, que encarna la voluntad de la Providencia en ciertos hombres y que inviste a estos elegidos, a estos ungidos de una autoridad cuasi-divina, es evidente que los súbditos no tienen derecho alguno; deben someterse, sin examen, a los decretos de la autoridad soberana, como si se tratase de los decretos de la mismísima Providencia.
 
Decía Plutarco que el cuerpo es el instrumento del alma, y el alma es el instrumento de Dios. Según la escuela del derecho divino, Dios elige a ciertas almas y se sirve de ellas como herramientas para gobernar el mundo.
 
Seguramente nada podría quebrantar a un gobierno basado en el derecho divino si los hombres tuviesen fe en esta teoría.
 
Por desgracia, han dejado por completo de tener fe en ella.
 
¿Por qué?
 
Porque un buen día se atrevieron a indagar y a razonar, y al indagar y razonar descubrieron que sus gobernantes no les dirigían mejor de lo que ellos mismos, simples mortales sin comunicación con la Providencia, hubiesen podido hacerlo.
 
La libre disquisición ha desacreditado la ficción del derecho divino hasta el punto de que los súbditos de monarcas y aristócratas, sustentados sobre el derecho divino, no les obedecen más que en la medida en la que creen que tienen un interés en obedecerles.
 
¿Ha tenido la ficción comunista mejor fortuna?
 
De acuerdo con la teoría comunista, de la que Rousseau es su gran sacerdote, la autoridad no desciende desde arriba, sino que viene de abajo. El gobierno ya no la demanda a la Providencia, sino a los hombres reunidos, a la nación una, indivisible y soberana.
 
Esto es lo que asumen los comunistas, los partidarios de la soberanía del pueblo. Suponen que la razón humana tiene el poder de descubrir las mejores leyes y la más perfecta organización que conviene a la sociedad; y que, en la práctica, es como consecuencia del libre debate entre opiniones opuestas que estas leyes se descubren; que si no hay unanimidad, si tras el debate hay aún desacuerdo, la mayoría es quien tiene la razón, puesto que comprende un mayor número de individuos razonables (estos individuos son, por supuesto, considerados como iguales, pues de lo contrario el andamiaje se desploma); en consecuencia, afirman que las decisiones de la mayoría deben convertirse en ley, y que la minoría está obligada a someterse a ella, incluso si hiere sus convicciones más profundamente enraizadas o sus más preciados intereses.
 
Tal es la teoría; pero, en la práctica, ¿tiene la autoridad de las decisiones de la mayoría ese carácter irresistible y absoluto que se le supone? ¿Es respetada siempre, en todos los casos, por la minoría? ¿Puede eso ser así?
 
Citaremos un ejemplo.
 
Supongamos que el socialismo tenga éxito en propagarse por las clases obreras del campo, como ya se ha propagado por las clases obreras de las ciudades; que se encuentre, en consecuencia, en posición mayoritaria en el país, y que, aprovechando esta situación, envíe a la Asamblea legislativa una mayoría socialista y nombre un presidente socialista; supongamos que esta mayoría y este presidente, investidos de la autoridad soberana, decreten, tal y como ha demandado un célebre socialista, el establecimiento de un impuesto sobre los ricos de tres mil millones, con el fin de organizar el trabajo de los pobres. ¿Es probable que la minoría se someta de manera apacible a esta expoliación inicua y absurda, aunque legal y constitucional?
 
No, sin duda no vacilará en ignorar la autoridad de la mayoría y en defender su propiedad.
 
Así pues, bajo este régimen, como bajo el precedente, la gente sólo obedece a los depositarios de la autoridad en la medida en que cree tener algún interés en obedecerles.
 
Esto nos conduce a afirmar que el fundamento moral del principio de autoridad no es ni más sólido ni más amplio, bajo el régimen del monopolio o bajo el del comunismo, de lo que podría serlo bajo el régimen de la libertad.
 
 
IX.
 
Mas supongamos que los partidarios de una organización artificial, monopolistas o comunistas, tengan razón; que la sociedad no esté organizada de manera natural, y que a los hombres incumbe sin demora la tarea de hacer y deshacer las leyes que la rigen. Veamos en que lamentable situación se hallaría el mundo. Dado que la autoridad moral de los gobernantes no se apoya, en realidad, mas que en el propio interés de los gobernados, y dada la tendencia natural de éstos a resistir a todo lo que dañe su interés, hará falta que la autoridad no-reconocida recurra incesantemente a la fuerza física.
 
Por lo demás, monopolistas y comunistas han, comprendido perfectamente esta necesidad.
 
Si alguien intenta, dice M. De Maistre, sustraerse a la autoridad de los elegidos de Dios, que sea entregado al brazo secular y que el verdugo haga su trabajo.
 
Si alguien no reconoce la autoridad de los elegidos del pueblo, dicen los teóricos de la escuela de Rousseau, si se resiste a una decisión cualquiera de la mayoría, que sea castigado como un criminal para el pueblo soberano, que el patíbulo haga justicia.
 
Estas dos escuelas, que toman como punto de partida una organización artificial, conducen necesariamente a un mismo término: al TERROR.
 
 
X.
 
Permítasenos formular ahora una simple hipótesis.
 
Supongamos una sociedad naciente: los hombres que la componen se ponen a trabajar y a intercambiar los frutos de su trabajo. Un instinto natural revela a estos hombres que su persona, la tierra que ocupan y cultivan, así como los frutos de su trabajo, son sus propiedades, y que nadie, a excepción de ellos mismos, tiene derecho a disponer de ella o a tocarla. Ese instinto no es hipotético, existe. Pero al ser el hombre una criatura imperfecta, sucede que ese sentimiento de derecho de cada uno sobre su persona o sobre sus bienes no se encuentra en un mismo grado en todas las almas, y que ciertos individuos atentan, por medio de la violencia o del fraude, contra personas o contra las propiedades de otros.
 
De ahí la necesidad de una industria que prevenga o reprima estas agresiones abusivas de la fuerza y del fraude.
 
Supongamos ahora que un hombre o una asociación de hombres vengan y digan:
 
Yo me encargo, a cambio de una retribución, de prevenir o de reprimir los atentados contra las personas y las propiedades.
 
Así pues, aquellos que quieran ponerse al abrigo de toda agresión contra su persona o contra su propiedad, que se dirijan a mí.
 
¿Qué harán los consumidores antes de cerrar un trato con ese productor de seguridad?
 
En primer lugar, indagarán si es lo bastante poderoso como para protegerles.
 
En segundo lugar, si ofrece las garantías morales tales que no pueda temer de su parte una agresión como las que se encarga de reprimir.
 
En tercer lugar, si ningún otro productor de seguridad que presentando iguales garantías, esté dispuesto a proveerles de este producto en mejores condiciones.
 
Esas condiciones serán de diversos tipos.
 
Para estar en situación de garantizar a los consumidores plena seguridad para sus personas y sus propiedades y, en caso de daño, de distribuirles una prima proporcional a la pérdida sufrida, será en efecto necesario:
 
1º Que el productor establezca ciertas penas contra los ofensores de personas y los usurpadores de la propiedad, y que los consumidores acepten someterse a esas penas, en caso de que ellos mismos cometan alguna infracción contra las personas o contra la propiedad;
 
2º Que, con el objeto de facilitar el descubrimiento de los autores de los delitos, imponga a los consumidores ciertas normas molestas;
 
3º Que perciba con regularidad una prima para cubrir sus gastos de producción así como el beneficio natural de su industria. Esa prima será variable según las circunstancias de los consumidores, las ocupaciones particulares que desempeñen, y la extensión, el valor y la naturaleza de sus propiedades.
 
Si estas condiciones, necesarias para el desempeño de esta industria, convienen a los consumidores, el negocio se llevará a cabo; en caso contrario, los consumidores renunciarán a la seguridad, o se dirigirán a otro productor.
 
Ahora bien, si se considera la particular naturaleza de la industria de la seguridad, se advertirá que los productores estarán obligados a restringir su clientela a ciertas circunscripciones territoriales. Es evidente que no serían capaces de cubrir sus costes si se les ocurriese mantener servicio de policía en localidades donde no contasen mas que con unos pocos clientes. Su clientela se agrupará, como sería de esperar, en torno a la sede de su industria. A pesar de todo, no podrán abusar de esta situación para prescribir la ley a los consumidores. En efecto, en caso de un aumento abusivo del precio de la seguridad, éstos siempre tendrán la facultad de conceder su clientela a un nuevo empresario o a un empresario vecino.
 
De esta facultad que tiene el consumidor de comprar la seguridad allí donde bien le parezca, nace una constante emulación entre todos los productores, esforzándose cada uno por aumentar o por mantener su clientela a través del incentivo de un buen precio o de una mejor, más rápida, y más completa justicia[3].
 
Si, por el contrario, el consumidor no es libre de comprar la seguridad donde bien le parezca, enseguida verán como se da rienda suelta a la arbitrariedad y a la mala gestión. La justicia deviene cara y lenta, la policía vejatoria, la libertad individual deja de ser respetada y el precio de la seguridad es abusivamente exagerado e impuesto con desigualdad de acuerdo con la fuerza o la influencia de que disponga esta o de aquella clase de consumidores, las aseguradoras emprenden una lucha encarnizada por arrebatarse mutuamente los consumidores; en una palabra, aparecen en fila todos los abusos inherentes al monopolio y al comunismo.
 
Bajo el régimen de la libre competencia, la guerra entre los productores de seguridad deja por completo de tener razón de ser. ¿Por qué se harían la guerra? ¿Para conquistar los consumidores? Pero los consumidores no se dejarían conquistar. Sin duda, se guardarían de hacer asegurar sus personas y sus propiedades por los hombres que hubiesen atentado sin escrúpulos contra personas o contra propiedades de sus competidores. Si un vencedor audaz quisiera imponerles la ley, pedirían de inmediato ayuda a todos los consumidores libres, amenazados como ellos por esa agresión, y se ocuparían de hacer justicia. Del mismo modo que la guerra es la consecuencia natural del monopolio, la paz es la consecuencia natural de la libertad.
 
Bajo un régimen de libertad, la organización natural de la industria de la seguridad no se diferenciaría de aquella de las otras industrias. En los cantones pequeños, un solo empresario podría ser suficiente. Ese empresario legaría su industria a su hijo o la traspasaría a otro empresario. En los cantones extensos, una compañía reuniría por si misma suficientes recursos como para ejercer de manera conveniente esa importante y difícil industria. Bien dirigida, esta compañía podría perpetuarse fácilmente, y la seguridad se perpetuaría con ella. En la industria de la seguridad, así como en la mayor parte de las demás ramas de la producción, este último modo de organización terminará probablemente por sustituir al primero.
 
Por un lado esto sería la monarquía, por el otro la república; pero una monarquía sin monopolio y una república sin comunismo.
 
Por cualquiera de los dos lados sería una autoridad aceptada y respetada en nombre de la utilidad, y no la autoridad impuesta por el terror.
 
Que tal hipótesis pueda llegar a realizarse, será sin duda una cuestión que se disputará. Pero, aun a riesgo de ser calificado de utópico, afirmaremos que esto no es discutible, y que un atento examen de los hechos resolverá más y más a favor de la libertad el problema del gobierno, del mismo modo que ocurre con todos los demás problemas económicos. Por lo que a nosotros concierne, estamos totalmente convencidos de que un día se establecerán asociaciones para reclamar la libertad de gobierno como han sido establecidas para reclamar la libertad de comercio.
 
Y no vacilaremos en añadir que, después de que este último progreso haya sido llevado a cabo, y todo obstáculo artificial a la libre acción de las leyes naturales que rigen el mundo económico haya desaparecido, la situación de los diferentes miembros de la sociedad devendrá la mejor posible.


[1] En su destacable libro De la liberté de travail, vol.III, pág. 353, editado por Guilaumin.
[2] Du principe génerateur des constitutions politiques [Sobre el principio generador de las constituciones políticas], Prefacio.
[3] Adam Smith, cuyo admirable espíritu de observación se extendía a todas las cosas, repara que la justicia ganó mucho en Inglaterra gracias a la competencia que se hacían entre las diferentes Cortes:
 
“The fees of court seem originally to have been the principal support of the different courts of justice in England. Each court endeavoured to draw to itself as much business as it could, and was, upon that account, willing to take cognisance of many suits which were not originally intended to fall under its jurisdiction. The court of king's bench, instituted for the trial of criminal causes only, took cognisance of civil suits; the plaintiff pretending that the defendant, in not doing him justice, had been guilty of some trespass or misdemeanour. The court of exchequer, instituted for the levying of the king's revenue, and for enforcing the payment of such debts only as were due to the king, took cognisance of all other contract debts; the plaintiff alleging that he could not pay the king because the defendant would not pay him. In consequence of such fictions it came, in many cases, to depend altogether upon the parties before what court they would choose to have their cause tried; and each court endeavoured, by superior dispatch and impartiality, to draw to itself as many causes as it could. The present admirable constitution of the courts of justice in England was, perhaps, originally in a great measure formed by this emulation which anciently took place between their respective judges; each judge endeavouring to give, in his own court, the speediest and most effectual remedy which the law would admit for every sort of injustice.”
 
(An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, Londres, 1776, Libro V, capítulo 1, párrafo 64.)