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Privatización del matrimonio

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En el debate relativo al status legal de las parejas homosexuales unos invocan al Estado para salvaguardar la definición tradicional de matrimonio y otros para enmendarla. Ambos recurren al leviatán burocrático para imponer a la sociedad entera su concepción moral particular. Tan imbuidos están de estatismo que no aciertan a imaginar un escenario en el que las cuestiones morales se diriman sin apelar a la coerción pública, un escenario en el que puedan coexistir pacíficamente los proyectos vitales más dispares sin que haya que implorar el beneplácito gubernamental.
 
La discusión se halla pervertida desde un comienzo, pues fija su atención en los primeros árboles sin advertir el bosque que detrás se extiende. No se aborda la raíz del problema, a saber, la intervención del Estado.
 
En la actualidad la formalización del matrimonio conlleva una sanción moral pública. Lo ilustra el propio ritual laico que patrocina la administración y el conjunto de textos legales y políticas que vienen a legitimar las uniones socialmente. Cabe plantearse entonces el siguiente interrogante: ¿es legítimo que el Estado sancione determinadas concepciones morales, sean cuales sean? La moral es un asunto subjetivo que compete a cada persona en particular. La función de la ley no es purificar las almas, sino proteger al individuo y su hacienda de la agresión ajena. A la justicia le incumbe la violación de derechos, no el que los hombres sean humildes u orgullosos, serenos o exaltados, trabajadores u holgazanes, egoístas o altruistas, religiosos, agnósticos o ateos. La virtud no puede imponerse por decreto, por un lado porque la gente tiene ideas distintas acerca de lo que es moralmente correcto y por otro lado porque la moral se vacía de significado si no hay libertad para elegir lo inmoral.
 
Si bien podemos demandar que los otros individuos no interfieran en nuestras acciones, no podemos forzarles a que las suscriban. Lo que hay que demandar del Estado en esta materia no es, por tanto, su gentil aquiescencia, sino su indiferencia más absoluta. Nadie puede violentar a un individuo por el hecho de ser casto o mujeriego, pero éste no puede obligar a los demás a que aprueben su conducta. Luego no constituye derecho alguno recibir el asenso público en cuestiones de tipo moral. Por ello la sanción del matrimonio, siendo como es un asunto moral (de primer orden para muchos, además), debe desvincularse totalmente del Estado; la institución del matrimonio debe ser privatizada por completo. Todos aquellos que quisieran formalizar su relación podrían establecer compromisos, acuerdos, y hacerlo público del modo que apetecieran. Los detalles acerca del reparto de bienes, herencias... podrían ser fijados mediante arreglos contractuales. Instituciones religiosas y laicas podrían sancionar moralmente las uniones que se ajustasen a sus criterios. En este escenario toda unión estaría permitida, lo mismo que toda sanción moral y discriminación por parte de particulares, colectivos y organizaciones privadas. Cada cual podría emparejarse con quien y cuantos deseara conforme a los términos que decidieran estipular entre ellos y nadie estaría obligado a suscribir moralmente tal conducta o a considerar dicha unión un matrimonio.
 
La opinión social-conservadora acierta cuando clama que el Estado no debe sancionar el matrimonio homosexual por cuanto supone imponer su legitimidad moral a la sociedad entera, la mayor parte de la cual no considera equiparable la unión homosexual con la heterosexual y un segmento de la misma incluso juzga abiertamente pecaminosas las relaciones del primer tipo. Los social-conservadores también advierten con sensatez que la nacionalización del matrimonio gay puede abrir las puertas a la futura sanción pública de las uniones poligámicas, incestuosas... Asumiendo que se trata de relaciones consentidas entre adultos (perfectamente legítimas, pues), aquellos que practicasen la poligamia, por ejemplo, podrían alegar un trato discriminatorio por parte del Estado: ¿por qué las parejas homosexuales reciben el favor público y no así las uniones poligámicas? A diferencia de los primeros, éstas sí pueden tener descendencia, y al igual que los gays los poligámicos también pueden sentir afecto y amor por los demás miembros del grupo. ¿Qué tiene el número dos que lo hace tan especial? Los defensores de la institucionalización del matrimonio homosexual dudosamente podrán ofrecer argumentos que no sirvan al mismo tiempo para reivindicar la sanción pública de la poligamia y otro tipo de relaciones.
 
Pero esto es sólo una parte del cuadro, la contemplada por los social-conservadores, que tristemente se detienen antes de llegar a las consecuencias últimas de su propio razonamiento: si el Estado no debe sancionar las uniones homosexuales porque de este modo se estaría imponiendo a la sociedad una concepción moral determinada, ¿exactamente por qué motivo sí debe sancionar entonces las uniones heterosexuales? Aquí los partidarios de preservar la institución pública del matrimonio heterosexual, como en el caso de los defensores de la nacionalización del matrimonio homosexual, no van a poder ofrecer argumentos que no sean también aplicables a otro tipo de relaciones. Si el fundamento del matrimonio heterosexual es el amor, ¿acaso éste sólo puede darse entre un hombre y una mujer? Por otro lado, ¿acaso se aman todos los matrimonios heterosexuales? Si el fundamento es la procreación, ¿por qué es lícito que se casen las parejas estériles o aquellas que simplemente no desean tener hijos? Si el fundamento es la tradición, ¿acaso no fueron tradicionales en el pasado los matrimonios concertados, las uniones con menores, el castigo del adulterio, la condena de las relaciones interraciales, la prohibición del divorcio...? La poligamia también era tradicional entre los mormones norteamericanos y sigue siéndolo hoy en algunas culturas. Si la pretensión es que el Estado no promueva los valores morales de determinados colectivos (minoritarios o mayoritarios), cabe oponerse a la nacionalización del matrimonio gay y al mismo tiempo abogar por la privatización del matrimonio heterosexual. Si un sector económico específico obtiene subsidios públicos, ¿debiéramos, en nombre de la no-discriminación, reivindicar el cese de estas ayudas o su generalización? Lo primero, evidentemente, pues el Estado no es neutral cuando otorga a todas las industrias idénticas subvenciones, sino cuando no se las concede a ninguna. Análogamente, lo que hay exigir es que el Estado se abstenga de sancionar el matrimonio heterosexual, no que sancione de forma idéntica también otro tipo de uniones.
 
¿Qué es lo que los social-conservadores y los social-progresistas esperan obtener aquí del Estado que no pueden obtener fuera de él? Parece que fundamentalmente los primeros buscan "protección" y los segundos, legitimación moral.
 
Los social-conservadores, como se ha dicho, se oponen con acierto a que el Estado sancione las uniones homosexuales (además de las poligámicas, las incestuosas...), pero fatalmente exigen su intervención en favor del matrimonio heterosexual. Tal proceder evidencia el deseo de privilegiar su particular concepción moral, a menudo con la confesada finalidad de salvaguardar su carácter sacro. La definición clásica de matrimonio (unión entre un hombre y una mujer) debe ser protegida, dicen algunos, y qué mejor custodio que la Administración. En primer lugar resulta cuando menos paradójico que tantos devotos cristianos confíen el resguardo del sagrado matrimonio a la institución que quizás más ha fustigado a la familia tradicional. Asimismo, asignar al ente público la protección del matrimonio heterosexual es tanto como concederle el poder para definirlo a su antojo. Si la Iglesia no desea que el Estado imponga aquellas concepciones morales que desaprueba, ¿por qué no aspira a despojarle de la potestad sancionadora que se ha arrogado desde un principio? Al fin y al cabo, para muchos cristianos la idea del matrimonio emana de la voluntad de Dios, ¿por qué entregar entonces al César algo que no le pertenece? En segundo lugar, es absurdo recurrir al Estado para proteger la definición del matrimonio clásico. ¿Desde cuándo las "definiciones" necesitan ser protegidas? ¿Acaso la definición de cristianismo, por ejemplo, requiere el amparo de la administración pública? Si alguien se empeña en llamar cristiano a un individuo que los demás tienen por hereje, ¿hay que acudir al parlamento para que promulgue nuevas leyes? ¿Concierne al gobierno el que los ciudadanos atribuyan significados distintos a las mismas palabras? La Iglesia puede sancionar los matrimonios heterosexuales y no reconocer el resto de uniones. Una fracción de la sociedad puede considerar que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer sin que nada ni nadie le haga cambiar de parecer.
 
Los social-progresistas, por su parte, aspiran sobre todo a la legitimación moral de la parejas gays, que resultaría del hecho de recibir éstas el mismo trato a efectos legales que las uniones heterosexuales, siendo más bien secundario el contenido de las disposiciones en sí. Es decir, por encima de determinadas ventajas fiscales, por ejemplo, asociadas al matrimonio, lo que a menudo se pretende es la equiparación legal plena con las parejas heterosexuales de tal suerte que las uniones gays conquisten el mismo status social, una renovada legitimidad moral. Se demanda la sanción del Estado para normalizar las uniones homosexuales a ojos de la sociedad, obviando que los individuos tienen derecho a discriminar en lo que atañe a su persona y sus propiedades. Aquél que en sus fiestas sólo invita a hombres, aquél que en su casa sólo deja entrar a los que comparten su ideología, aquél que no contrata a musulmanes, aquél que no quiere tener amigos de raza blanca... todos poseen absoluto derecho a actuar de este modo. También aquellos que reprueban el matrimonio homosexual están en su derecho, y nadie puede servirse de la coerción para inculcarles otros valores. Se puede moralizar, claro está, pero pacíficamente, motivo por el cuál el Estado, con sus decretos de obligado cumplimiento, no es apto para semejante labor. Además, no pocas veces las prédicas del gobierno producen efectos adversos, o simplemente resultan inútiles.
 
La coacción moral social-progresista vendría a sumarse a la coacción moral social-conservadora que impera en la actualidad, y no brota el bien de dos males. En la escuela, por ejemplo, (en la pública presumiblemente más que en la privada) cuando se tratase el tema de la familia se enseñaría a todos los niños que el matrimonio homosexual merece igual consideración que el matrimonio heterosexual, de acuerdo con lo que dicta la ley y prescindiendo de si esa visión es compartida por los padres de los pequeños. En la empresa, los patronos subsidiarían a los cónyuges homosexuales de sus asalariados (puesto que podrían beneficiarse de la Seguridad Social que la compañía en parte paga a sus trabajadores), aunque censurasen este tipo de uniones. Otros "derechos positivos" que la nacionalización del matrimonio gay traería consigo (subvenciones, indemnización por muerte...) implicarían redistribuciones económicas entre individuos que no aprueban tales uniones y miembros de las mismas. Las leyes anti-discriminatorias por orientación sexual quizás saldrían reforzadas, obligándose a los hospitales, por ejemplo, a que reconociesen como familiares a los consortes homosexuales. ¿Es lícito forzar a los ateos a subvencionar las iglesias? ¿Es lícito que unos burócratas obliguen a un niño a aprender un idioma determinado en contra de la voluntad de sus padres? ¿Es lícito que nos prescriban a quiénes podemos invitar a nuestras propiedades y cuán serviciales debemos mostrarnos? Ninguna parcela está a salvo del afán regulador de los burócratas. El Estado paternalista y despótico se robustece conforme la sociedad interioriza la ficción de que la libertad es votar en unos comicios y de que la democracia es un benigno modelo de organización social. La independencia y la responsabilidad individual ceden entonces en favor de la usurpación y la moralización democrática.
 
Examinemos, por último, una línea de razonamiento pro-nacionalización del matrimonio más sofisticada que podría tener ciertos méritos, al menos en apariencia: que sea ilegítima la emisión de certificados, licencias... por parte del Estado no significa que no podamos solicitarlas si son necesarias para obtener o hacer algo a lo que tenemos derecho. Si pretendemos ser médicos, por ejemplo, y el Estado nos obliga a poseer una licencia para ejercer es lícito que la reclamemos aunque en un primer lugar no debieran compelernos a ello. De forma análoga, seguiría el argumento, es lícito demandar la "licencia matrimonial" para poder adoptar niños conjuntamente[1] o con el objeto de beneficiarse de rebajas fiscales.
 
Este razonamiento, sin embargo, se erige sobre un falso supuesto: que la sanción pública del matrimonio es equiparable a la emisión pública de licencias. La sanción pública del matrimonio va mucho más allá de la simple inscripción en un registro. Comporta una retahíla de medidas legitimadoras y "derechos sociales" que vienen a acentuar la moralización y el expolio estatal. Toda rebaja fiscal está justificada, pero no es lícito obtenerla por medios que están en contradicción con el objetivo último, la libertad plena. En el camino hacia la sociedad libre no cabe secundar retrocesos en ninguna parcela. La adopción, la reducción de impuestos... han de exigirse sin invocar a la nacionalización del matrimonio, absolutamente ilegítima.
En la controversia actual la privatización completa de la institución matrimonial debería satisfacer tanto a los social-progresistas que dicen buscar la igualdad ante la ley para las uniones homosexuales como a los social-conservadores que dicen oponerse a que el Estado las sancione. La solución liberal no es legalizar en positivo un asunto moral sino desestatificarlo, desregularlo. La solución liberal no es nacionalizar el matrimonio homosexual; es privatizar el matrimonio heterosexual.
 
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[1] A menudo se alega que las parejas homosexuales no tienen derecho a adoptar porque los únicos que ostentan derechos en esta coyuntura son los niños. Por lo general esta sentencia lleva implícita un juicio moral y viene a indicar que en realidad son otros los que tienen derecho a elegir por el menor en este contexto, aquellos que presumiblemente sí saben lo que conviene a los pequeños. Sin pretender fijar el punto exacto a partir del cual el niño es sujeto pleno de derechos (espinosa cuestión), se entiende que éste se halla subordinado a la tutela de terceros hasta que adquiere cierta autonomía moral. En caso de orfandad no hay razón para considerar ilegítima a priori la custodia por parte de otra pareja, individuo, grupo o asociación privada. Resulta curioso que muchos de los que niegan tal legitimidad aprueben en cambio la tutoría del Estado, el cual no puede tener derecho natural alguno a hacerse cargo de un infante. Centrándonos en las parejas homosexuales, el caso de más actualidad, impugnemos concisamente la principal objeción que se esgrime a la posibilidad de que puedan adoptar, a saber, que el niño requiere de la figura paterna y materna para su desarrollo y que la condición homosexual de sus tutores podría influir en la configuración de su propia identidad sexual.
 
En primer lugar, el niño puede desarrollarse correctamente en un ambiente monoparental y nadie sostiene que este escenario sea ilegítimo. En segundo lugar, consideremos las dos opciones: o bien la homosexualidad tiene un componente genético que la hace inalterable o bien se trata de una condición adquirida y mudable (pudiera ser también que en algunos individuos fuese genética y en otros fuese adquirida). Si la orientación sexual viene definida genéticamente la homosexualidad de los padres o cualquier otro elemento externo no afectará la orientación sexual del pequeño, pues ya está predeterminada. Si la orientación sexual es adquirida la condición gay de los padres podría influir de algún modo en la sexualidad del menor. ¿Es éste un motivo para vetar la adopción por parte de las parejas homosexuales? ¿Por qué debemos asumir que es negativa dicha influencia? Se trata de un juicio moral con el que no todos van a estar de acuerdo, pues hay quien no advierte nada de reprensible en una conducta homosexual ni considera que la influencia citada perjudique al niño. Ahora planteemos la siguiente analogía: un niño puede asimilar las ideas de Marx por influencia de sus padres comunistas. Desde un punto de vista liberal ese sería un nefasto input para el pequeño. ¿Acaso debería vetarse entonces la adopción a las parejas heterosexuales de filiación socialista? Es más, a las familias socialistas ¿no debería arrebatárseles a sus hijos, para que no les adoctrinaran fatalmente? Concediendo, sólo para la discusión, que la homosexualidad es moralmente censurable, ¿algún liberal está dispuesto a sostener que una influencia de tipo sexual es peor que una influencia ideológica de carácter socialista?
 
Como apunte final cabe señalar que una liberalización del mercado de las adopciones permitiría a los orfanatos privados fijar los criterios a los que debe ajustarse la familia peticionaria, con lo cual muchas cuestiones controvertidas quedarían resueltas (los centros podrían vetar la adopción, por ejemplo, a las parejas carentes de medios adecuados para mantener al pequeño, a las parejas menores de 16, 18 o 20 años, a las que tuvieran antecedentes criminales, a las que fueran drogadictas...)