España

No nos ofrezcan el afrentoso circo de Lev Kamenev: “estábamos llenos de odio..., estábamos convencidos de que era necesario, a cualquier precio que los dirigentes fueran sustituidos”. No ofendan nuestras entendederas con las miserias de Gregory Zinoviev: “lo que nos condujo hasta aquí era un odio sin límites”. Y todo ¿para qué?, ¿para terminar escribiendo, como el primero, “profundamente arrepentido de los crímenes extremadamente graves... cometidos por mí... solicito... que me conceda la vida... si ello no está en contradicción con la causa”?, o, como el segundo: “apelo... y pido que me conceda clemencia”.
Tengo ante mí el artículo en que el valeroso Oriol Malló, quien, como un nuevo y resplandeciente Yagoda, como un valeroso y esforzado Yezhov, como un bizarro y ferviente Beria, nos pone en guardia contra sus siniestros tejemanejes. Les deseo un completo arrepentimiento, como persona compasiva que soy. Si así no fuera espero y deseo que el denodado Malló y sus amigos, como en otro tiempo hicieran otros progresistas igualmente esforzados (y pienso ahora en Saloth Sar, André Vychinski o Juan Escalona Reguera) extirpen la semilla del renacido falangismo (o sea, fascismo) catalán, como otros miserables de negra memoria (y recuerdo a Arnaldo Ochoa, a Gueorgui Piatakov o a Liu Shao-chi) fueron igualmente borrados, en su día, por el bien de la humanidad.
Cesen en su ruin tarea o emigren a Extremadura, donde quizá, en razón de su edad provecta, tengan tiempo de morir en paz, antes de que el noble Rodríguez Ibarra recupere el castú para su pueblo y lo imponga a la pandilla de infieles, que allí, como por doquier, infectan la piel de toro.