España

Faras, te se ha olvidao el disvorcio. Todo comenzó con la ley del disvorcio. Lo que dios había unido por siempre jamás vinieron los hombres a separarlo por ley.

En el tema de los condones, la cosa es más o menos como sigue:
Atenta contra mi más elemental sentido moral (y mi pudor) que se puedan vender en los establecimientos farmacéuticos esas gomas de plástico que cierran la sexualidad humana al don de la vida.
Por eso tengo derecho a elegir que se exija la prohibición expresa y definitiva de la venta de condones y cualquier otro método anticonceptivo (dius, píldoras del tercer, cuarto, quinto y sexto día, vasectomías, aticonceptivos inyectables, diafragmas, oclusiones tubáricas, implantes norplant y esterilizaciones voluntarias), no ya sólo a los católicos (que, evidentemente, jamás los han utilizado, siguiendo al pie de la letra la enseñanza catequista: tercera parte, segunda sección, capítulo segundo, artículo seis, dos mil trescientos setenta, “es intrínsecamente mala toda acción…”), sino también a los que profesen cualquier otra creencia.

El argumento es aparentemente irrebatible, primero porque la ley de dios está por encima de todo, y afecta al hombre (al que cree en dios, y al que no cree también; por eso la ley civil no debe ir en contra de la de dios, sino que, llegado el caso incluso debería afirmarse católicamente); y en segundo lugar porque a partir de los derechos individuales se puede exigir que se elimine todo aquello que atente contra la moral de un individuo particular.

Es un asunto estrictamente ético, basado en la pretensión de extender la moral de un grupo particular a toda la población, pertenezca o no a ese grupo. Por las dos vías ya expuestas (que además son sofismas): haciendo absolutos y universales criterios que son esencialmente relativos y particulares, pero que incluyen de rondón ese principio de legitimación universal (por ejemplo, de base metafísica); o bien mediante la mezcla maliciosa de criterios morales, justificando unos tomando como base otros diferentes (concretamente, en el caso que nos ocupa, recurriendo e interpretando tendenciosamente el artículo 18 de la declaración universal de los derechos humanos).

Ya en el siglo XVIII voltaire se dio cuenta de que una sola religión en un país conducía a la opresión, y dos religiones a la guerra civil; pero que un país con cien religiones tenía paz.
(Claro que voltaire era francés, no español, y españa –reserva espiritual de occidente- siempre gustó más de la pureza teológica doctrinal que de la tolerancia religiosa.)

La separación de iglesia y estado es en españa algo casi utópico. No ya por los cuarenta años de nacionalcatolicismo puro y duro, sino por los tropecientos años anteriores de tradición católica en la enseñanza, la moral pública y las costumbres. La inercia de una piedra tan pesada es muy grande. La invocación de “derechos históricos religiosos” desprende el aroma inconfundible del antiliberalismo más radical.
Aunque claro, el liberalismo español siempre se caracterizó por ser muy peculiar, lo que le permite afirmar que “la religión de la nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. Si esto lo dicen los liberales españoles, que no dirán los antiliberales…

En fin, se dice que “toda religión es potencialmente, o embrionariamente, autoritaria, pues busca imponer su verdad, algo mucho más fácil con el disfrute o la utilización del poder estatal. Allí donde las circunstancias no permiten manifestar el autoritarismo, se impone la tolerancia respecto de las demás religiones o la ausencia de religión; la tolerancia, nunca la libertad”.

Cuando los prosélitos confirman abiertamente su afán autoritario, es labor inexcusable del estado convertirse en el garante de la libertad religiosa de sus ciudadanos, y evitar ser el medio para que ese autoritarismo religioso se extienda y se imponga por la fuerza.