España

Camilo José Cela Conde

La universidad española está pasando por momentos difíciles: anda sumergida en el proceso de adaptación al espacio europeo que define el documento llamado de Bolonia, que impuso el modelo anglosajón a adoptar en el año 2007. Se trata de un proceso que pocos entienden y nadie es capaz de predecir en qué afectará a las aulas de ahora. Pero mientras las exigencias políticas y sociales imponen a la universidad que se convierta en otra cosa, los recursos disponibles disminuyen. La docencia se resiente; la investigación, ni digamos. Si los países que andan a la vanguardia de la investigación puntera incrementan los recursos destinados a los laboratorios, España ha visto cómo mermaban durante la última década. Con el añadido de que en nuestro país una buena parte del pastel destinado a la investigación es puro maquillaje: gastos de defensa que se contabilizan como propios de investigación y desarrollo, la llamada I+D. No hace falta recordar que esa suma, la de la investigación más el desarrollo, es la clave de la prosperidad de los países ricos.

Se podría creer que si la I+D española flojea es porque nosotros apostamos por una universidad que escora hacia las humanidades. Pero no es así; de hecho sucede al contrario. Puede que los fastos anteriores, que se remontan al Siglo de Oro del arte y la literatura española, mantengan todavía un nivel aceptable en cuanto a la oferta de letras, pero casi la mitad de las plazas disponibles para los alumnos se queda luego vacante. El porqué de esa situación que debería preocuparnos a todos, universitarios y políticos, científicos y humanistas, es conocido. La universidad se entiende cada vez más como un trampolín para el logro de un trabajo digno. Y al perder el sentido como institución formadora de las generaciones siguientes, las carreras que no conducen de inmediato al mercado laboral languidecen. Si ni siquiera una de cada 10 empresas contratan humanistas, ¿para qué matricularse en una carrera de letras?

Las empresas no son entidades fantasmales dispuestas a cargarse la cultura clásica. Son negocios que reclaman trabajadores bien formados y con destreza manifiesta. Está por demostrar que esas capacidades se puedan conseguir cerrando las puertas al pensamiento crítico, la cultura y la capacidad de diálogo. Así que las humanidades disponen de muchas bazas de cara a la formación del trabajador capaz de abrirse paso en el mundo laboral de hoy. Pero a condición de que entiendan cuál es su papel. No cabe imaginar en este siglo alumnos anuméricos, analfabetos frente a la técnica e incapaces de manejar hasta el símbolo más trivial. No es posible imaginarlos porque no existen. Cualquier crío es capaz hoy de alardes que dejarían en ridículo a un ingeniero de la época victoriana. Enseñarles, además, a pensar es otra cosa. La universidad podría hacerlo pero necesita, amén de un cambio de mentalidad, recursos. ¿Sabrá dárselos alguien en España?

El autor es periodista y escritor