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Ariel Dorfman - torturas en Irak
Enviado por el día 10 de Mayo de 2004 a las 03:15
La tentación de Iván Karamazov.
¿Se justifica alguna vez la tortura?
Esa es la sucia y secreta pregunta que nadie se atreve a mencionar en medio de la revulsión y vergüenza con que tantos líderes han respondido a las recientes fotos que muestran a soldados británicos y norteamericanos atormentando a indefensos prisioneros en Irak.
Es una pregunta que fue formulada de una manera inolvidable y temeraria hace más de 130 años por Feodor Dostoievski en Los hermanos Karamazov. En aquella novela, el beatífico Alyosha Karamazov se ve tentado por su hermano Iván, confrontado con un dilema intolerable. Supongamos, dice Iván, que sea necesario, para que los hombres sean eternamente felices, que sea inevitable y esencial torturar durante una infinitud a una pequeña criatura, tan sólo a un niño, nada más que uno. ¿Lo consentirías?
Iván ha precedido su pregunta con anécdotas de niños sufrientes: una chica de siete años que fue golpeada hasta el delirio por sus padres y luego encerrada en una letrina de hielo y forzada a comer su propio excremento; un pequeño hijo de siervos, con apenas ocho años de edad, que fue despedazado por perros de caza frente a su madre para deleite de un terrateniente. Casos verdaderos descubiertos por Dostoievski en los periódicos contemporáneos y que meramente insinúan la crueldad casi inimaginable que esperaba a la humanidad en los años por venir. ¿Cómo hubiera reaccionado Iván ante los modos en que el siglo veinte terminó por perfeccionar el dolor, industrializar el dolor, producir dolor en una escala masiva y racional y tecnológica, un siglo que crearía manuales de dolor y cómo aplicarlo, cursos de entrenamiento sobre cómo acrecentar ese dolor y catálogos que explicaban dónde adquirir los instrumentos que aseguraran que aquel dolor fuera inagotable, un siglo que iba a prodigar medallas a los hombres que habían escrito esos manuales y felicitar a los que diseñaron esos cursos y enriquecer a los que produjeron los instrumentos de aquellos catálogos de la muerte?
La pregunta de Iván Karamazov –¿lo consentirías?– es tan monstruosamente relevante hoy como ayer, en nuestro mundo donde se practica en forma habitual ese tipo de humillación y daño en 132 países, porque nos interna en el terrible corazón escondido de la tortura, nos fuerza a verificar el dilema real e inexorable que plantea la persistencia de la tortura entre nosotros, particularmente después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Las palabras de Iván Karamazov nos recuerdan que quienes emplean la tortura no tienen problemas con justificarla: ese es el precio, se implica, que deben pagar algunos escasos sufrientes para garantizar la felicidad del resto de la sociedad, la enorme mayoría que recibe la paz y la seguridad a cambio de lo que ocurre en algún sótano oscuro, algún túnel remoto, alguna estación de policía abominable. No seamos ingenuos: todo régimen que tortura o deja que sus aliados torturen lo hace en nombre de la salvación, algún objetivo superior, la promesa de un paraíso venidero. Llámese comunismo, llámese mercado libre, llámese mundo libre, llámese fascismo, llámese venerable líder, llámese civilización, llámese servicio de Dios, llámese la necesidad de obtener información, llámese lo que se quiera, el costo del paraíso, la oferta de alguna variante de ese paraíso, Iván Karamazov nos sigue susurrando, siempre será el infierno simultáneo para alguna persona lejana en algún lugar vecino.
Una verdad incómoda: los soldados norteamericanos y británicos en Irak, como los torturadores en tantos otros sitios, no se consideran a sí mismos como malvados, pero más bien como los guardianes del bien común, patriotas que se manchan las manos y puede que pasen una que otra noche de insomnio, con tal de liberar de la violencia y la ansiedad a la mayoría ignorante y ciega. Incluso aquellos que torturan deben darse cuenta de que, meramente por razones estadísticas, es probable que por lo menos uno de sus cautivos sea inocente. Y quienes abusan de ese hombre o de esa mujer han decidido que no importa que aquel ser inofensivo sufra el destino brutal de los otros detenidos, presumiblemente culpables. No tengo claro cuántos ciudadanos de los Estados Unidos –o de otro país, para no ir más lejos– reaccionarían si tuvieran que encarar la agresiva pregunta de Iván Karamazov, no sé si serían capaces de aceptar conscientemente que sus sueños de bienaventuranza dependen de la perdición eterna de un niño inocente o si, como Alyosha, responderían suavemente: “No. No lo consiento”.
Existe, sin embargo, una pregunta más tenaz, quizá más turbia, que Iván no llega a expresar: ¿Qué pasa si es culpable aquella persona torturada sin cesar, torturada para que nosotros seamos felices?
¿Qué pasaría si pudiéramos construir un futuro de armonía y amor sobre el dolor perpetuo de alguien que llevó a cabo él mismo un genocidio, que atormentó a los niños de que hablaba Dostoievski, qué pasaría si se nos invitara a gozar una vez más del Edén mientras un ser humano despreciable estuviese recibiendo inacabablemente los horrores que impuso a tantos otros? Y una pregunta más urgente: ¿y si esa persona a quien se le quema y mutila y electrocuta supiera dónde se esconde una bomba que está a punto de explotar y matar a millones?
¿Responderíamos que no?
¿Responderíamos que la tortura, sea cual fuere la amenaza y sea cual fuere nuestro miedo, es siempre definitiva y absolutamente inaceptable?
Esa es la verdadera pregunta para la humanidad al confrontar las fotos de aquellos cuerpos sufrientes en las desnudas celdas de Irak ayer, una agonía que, no debemos olvidarlo, se está repitiendo hoy de nuevo y mañana también en tantas otras prisiones en nuestro triste y anónimo planeta. Ahora mismo un hombre se aproxima con sus manos omnipotentes a otro ser humano enteramente desamparado.
¿Tanto miedo tenemos?
¿Tanto miedo que estamos dispuestos a permitir que otros perpetúen, en nuestro nombre y con nuestro pleno conocimiento, actos de terror que han de corroer y corrompernos por toda la eternidad?
¿Se justifica alguna vez la tortura?
Esa es la sucia y secreta pregunta que nadie se atreve a mencionar en medio de la revulsión y vergüenza con que tantos líderes han respondido a las recientes fotos que muestran a soldados británicos y norteamericanos atormentando a indefensos prisioneros en Irak.
Es una pregunta que fue formulada de una manera inolvidable y temeraria hace más de 130 años por Feodor Dostoievski en Los hermanos Karamazov. En aquella novela, el beatífico Alyosha Karamazov se ve tentado por su hermano Iván, confrontado con un dilema intolerable. Supongamos, dice Iván, que sea necesario, para que los hombres sean eternamente felices, que sea inevitable y esencial torturar durante una infinitud a una pequeña criatura, tan sólo a un niño, nada más que uno. ¿Lo consentirías?
Iván ha precedido su pregunta con anécdotas de niños sufrientes: una chica de siete años que fue golpeada hasta el delirio por sus padres y luego encerrada en una letrina de hielo y forzada a comer su propio excremento; un pequeño hijo de siervos, con apenas ocho años de edad, que fue despedazado por perros de caza frente a su madre para deleite de un terrateniente. Casos verdaderos descubiertos por Dostoievski en los periódicos contemporáneos y que meramente insinúan la crueldad casi inimaginable que esperaba a la humanidad en los años por venir. ¿Cómo hubiera reaccionado Iván ante los modos en que el siglo veinte terminó por perfeccionar el dolor, industrializar el dolor, producir dolor en una escala masiva y racional y tecnológica, un siglo que crearía manuales de dolor y cómo aplicarlo, cursos de entrenamiento sobre cómo acrecentar ese dolor y catálogos que explicaban dónde adquirir los instrumentos que aseguraran que aquel dolor fuera inagotable, un siglo que iba a prodigar medallas a los hombres que habían escrito esos manuales y felicitar a los que diseñaron esos cursos y enriquecer a los que produjeron los instrumentos de aquellos catálogos de la muerte?
La pregunta de Iván Karamazov –¿lo consentirías?– es tan monstruosamente relevante hoy como ayer, en nuestro mundo donde se practica en forma habitual ese tipo de humillación y daño en 132 países, porque nos interna en el terrible corazón escondido de la tortura, nos fuerza a verificar el dilema real e inexorable que plantea la persistencia de la tortura entre nosotros, particularmente después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. Las palabras de Iván Karamazov nos recuerdan que quienes emplean la tortura no tienen problemas con justificarla: ese es el precio, se implica, que deben pagar algunos escasos sufrientes para garantizar la felicidad del resto de la sociedad, la enorme mayoría que recibe la paz y la seguridad a cambio de lo que ocurre en algún sótano oscuro, algún túnel remoto, alguna estación de policía abominable. No seamos ingenuos: todo régimen que tortura o deja que sus aliados torturen lo hace en nombre de la salvación, algún objetivo superior, la promesa de un paraíso venidero. Llámese comunismo, llámese mercado libre, llámese mundo libre, llámese fascismo, llámese venerable líder, llámese civilización, llámese servicio de Dios, llámese la necesidad de obtener información, llámese lo que se quiera, el costo del paraíso, la oferta de alguna variante de ese paraíso, Iván Karamazov nos sigue susurrando, siempre será el infierno simultáneo para alguna persona lejana en algún lugar vecino.
Una verdad incómoda: los soldados norteamericanos y británicos en Irak, como los torturadores en tantos otros sitios, no se consideran a sí mismos como malvados, pero más bien como los guardianes del bien común, patriotas que se manchan las manos y puede que pasen una que otra noche de insomnio, con tal de liberar de la violencia y la ansiedad a la mayoría ignorante y ciega. Incluso aquellos que torturan deben darse cuenta de que, meramente por razones estadísticas, es probable que por lo menos uno de sus cautivos sea inocente. Y quienes abusan de ese hombre o de esa mujer han decidido que no importa que aquel ser inofensivo sufra el destino brutal de los otros detenidos, presumiblemente culpables. No tengo claro cuántos ciudadanos de los Estados Unidos –o de otro país, para no ir más lejos– reaccionarían si tuvieran que encarar la agresiva pregunta de Iván Karamazov, no sé si serían capaces de aceptar conscientemente que sus sueños de bienaventuranza dependen de la perdición eterna de un niño inocente o si, como Alyosha, responderían suavemente: “No. No lo consiento”.
Existe, sin embargo, una pregunta más tenaz, quizá más turbia, que Iván no llega a expresar: ¿Qué pasa si es culpable aquella persona torturada sin cesar, torturada para que nosotros seamos felices?
¿Qué pasaría si pudiéramos construir un futuro de armonía y amor sobre el dolor perpetuo de alguien que llevó a cabo él mismo un genocidio, que atormentó a los niños de que hablaba Dostoievski, qué pasaría si se nos invitara a gozar una vez más del Edén mientras un ser humano despreciable estuviese recibiendo inacabablemente los horrores que impuso a tantos otros? Y una pregunta más urgente: ¿y si esa persona a quien se le quema y mutila y electrocuta supiera dónde se esconde una bomba que está a punto de explotar y matar a millones?
¿Responderíamos que no?
¿Responderíamos que la tortura, sea cual fuere la amenaza y sea cual fuere nuestro miedo, es siempre definitiva y absolutamente inaceptable?
Esa es la verdadera pregunta para la humanidad al confrontar las fotos de aquellos cuerpos sufrientes en las desnudas celdas de Irak ayer, una agonía que, no debemos olvidarlo, se está repitiendo hoy de nuevo y mañana también en tantas otras prisiones en nuestro triste y anónimo planeta. Ahora mismo un hombre se aproxima con sus manos omnipotentes a otro ser humano enteramente desamparado.
¿Tanto miedo tenemos?
¿Tanto miedo que estamos dispuestos a permitir que otros perpetúen, en nuestro nombre y con nuestro pleno conocimiento, actos de terror que han de corroer y corrompernos por toda la eternidad?
Re: Ariel Dorfman - torturas en Irak
Enviado por el día 11 de Mayo de 2004 a las 11:01
No, nunca se puede justificar la tortura. Porque por el simple echo de permitir o torturar a alguien (alguien que pudieras considerar muy muy malvado) te conviertes en la misma mierda que el torturado. Y eso te quita toda autoridad moral(de superioridad repecto al torturado) para poder torturar.
Re: Ariel Dorfman - torturas en Irak
Enviado por el día 11 de Mayo de 2004 a las 12:18
Estimado Martin:
Ha sido la densidad moral y la altura de la prosa de tu escrito lo que me ha impelido a regresar a un foro del que me hallaba ausente ya desde hace un año. Dejando a un lado que la violencia constituye un componente básico de la naturaleza humana y que, por tanto, será absolutamente inevitable la ininterrumpida cadena de monstruosidades perpetradas a manos de particulares que poblarán las páginas de sucesos en los periódicos, lo que aquí nos importa es si tal comportamiento es aceptable como instrumento al servicio de un (¿buen?) fin.
No lo sé. Pero lo que sí tengo claro es que si tales hechos se dan, yo quiero saberlo. Más aún, como ciudadano exijo que los estados en cuyo seno se producen tales actos fomenten el debate entre sus ciudadanos mediante el sencillo expediente de filmar estos hábiles interrogatorios emitiéndolos en horario de máxima audiencia por la TV. No sólo para estar meramente informado o entretenido, sino para poder llegar a determinar con precisión qué respuesta debo dar al dilema. Se me ocurre que el espectáculo sólo podría producir dos reacciones: de un lado, una masiva protesta de los ciudadanos que derribaría semejante gobierno; o bien, se produciría el absoluto embotamiento en los espectadores. Ambos hechos darían lugar en cualquier caso a resultados óptimos: la caída de un régimen indigno en un caso;: o bien el indudable beneficio de extender tan laudables métodos a las comisarías y cuarteles del propio país. En efecto, en la convicción de que, efectivamente, como dices tú, la causa inmediata que ha originado estas torturas es la del miedo incoercible, será conveniente, pues, reexaminar los miedos domésticos y pensar si no será conveniente extender tal actuación a cuantos elementos puedan amenazar nuestra tranquilidad. Así pues, el dilema se podría reformular en los siguientes y muy sencillos términos: ¿En cuál de las dos situaciones querría ud. vivir? Yo sé en cuál quiero vivir.
Ahora bien, la decadencia de nuestra sociedad impediría la emisión de tan perturbadoras imágenes, cosa que no es obstáculo para que los ciudadanos bienpensantes pudiesen aprobar en el fondo de su alma lo que condenan con escandalizada pose. Ahí, pues, es donde cobra todo su sentido la figura del torturador, que no sería sino el héroe sobre el que descansaría el bienestar de la comunidad aun a costa del sacrificio de su propia reputación y dignidad. Como Héctor sacrificó su vida por su familia y su ciudad, el torturador sacrifica su buen nombre y se arroja sobre la espada de la ignominia por defender a una sociedad que prefiere permanecer ciega a su propia realidad y a las bases sobre las que descansa. Quizás el escándalo hubiera sido mucho menor si tan heroicas acciones hubieran sido encomendadas a los contratistas civiles que operan en Irak y que, a la postre, no llevan ningún uniforme cuyo honor tengan que defender.
Basta con leer la narración que de los hechos de la isla de Melos hace Tucídides para comprender por qué intelectuales atenienses como Eurípides decidieron dar la espalda a la empresa militar más formidable de la democracia y a la democracia misma. El régimen que había levantado los resplandecientes mármoles de la Acrópolis se estaba hundiendo en una marcha ciega por el lodazal de la ignominia. Y ese es el peligro más grave que corremos. Un régimen que no está dispuesto a respetar universalmente los límites que se ha fijado en el trato con sus propios ciudadanos está abocado a la destrucción: no sólo porque pueda perder el respeto de sus propios ciudadanos, sino porque, a la postre, dejará de aplicarlos en su propia casa.
Atentamente
Serapis
Ha sido la densidad moral y la altura de la prosa de tu escrito lo que me ha impelido a regresar a un foro del que me hallaba ausente ya desde hace un año. Dejando a un lado que la violencia constituye un componente básico de la naturaleza humana y que, por tanto, será absolutamente inevitable la ininterrumpida cadena de monstruosidades perpetradas a manos de particulares que poblarán las páginas de sucesos en los periódicos, lo que aquí nos importa es si tal comportamiento es aceptable como instrumento al servicio de un (¿buen?) fin.
No lo sé. Pero lo que sí tengo claro es que si tales hechos se dan, yo quiero saberlo. Más aún, como ciudadano exijo que los estados en cuyo seno se producen tales actos fomenten el debate entre sus ciudadanos mediante el sencillo expediente de filmar estos hábiles interrogatorios emitiéndolos en horario de máxima audiencia por la TV. No sólo para estar meramente informado o entretenido, sino para poder llegar a determinar con precisión qué respuesta debo dar al dilema. Se me ocurre que el espectáculo sólo podría producir dos reacciones: de un lado, una masiva protesta de los ciudadanos que derribaría semejante gobierno; o bien, se produciría el absoluto embotamiento en los espectadores. Ambos hechos darían lugar en cualquier caso a resultados óptimos: la caída de un régimen indigno en un caso;: o bien el indudable beneficio de extender tan laudables métodos a las comisarías y cuarteles del propio país. En efecto, en la convicción de que, efectivamente, como dices tú, la causa inmediata que ha originado estas torturas es la del miedo incoercible, será conveniente, pues, reexaminar los miedos domésticos y pensar si no será conveniente extender tal actuación a cuantos elementos puedan amenazar nuestra tranquilidad. Así pues, el dilema se podría reformular en los siguientes y muy sencillos términos: ¿En cuál de las dos situaciones querría ud. vivir? Yo sé en cuál quiero vivir.
Ahora bien, la decadencia de nuestra sociedad impediría la emisión de tan perturbadoras imágenes, cosa que no es obstáculo para que los ciudadanos bienpensantes pudiesen aprobar en el fondo de su alma lo que condenan con escandalizada pose. Ahí, pues, es donde cobra todo su sentido la figura del torturador, que no sería sino el héroe sobre el que descansaría el bienestar de la comunidad aun a costa del sacrificio de su propia reputación y dignidad. Como Héctor sacrificó su vida por su familia y su ciudad, el torturador sacrifica su buen nombre y se arroja sobre la espada de la ignominia por defender a una sociedad que prefiere permanecer ciega a su propia realidad y a las bases sobre las que descansa. Quizás el escándalo hubiera sido mucho menor si tan heroicas acciones hubieran sido encomendadas a los contratistas civiles que operan en Irak y que, a la postre, no llevan ningún uniforme cuyo honor tengan que defender.
Basta con leer la narración que de los hechos de la isla de Melos hace Tucídides para comprender por qué intelectuales atenienses como Eurípides decidieron dar la espalda a la empresa militar más formidable de la democracia y a la democracia misma. El régimen que había levantado los resplandecientes mármoles de la Acrópolis se estaba hundiendo en una marcha ciega por el lodazal de la ignominia. Y ese es el peligro más grave que corremos. Un régimen que no está dispuesto a respetar universalmente los límites que se ha fijado en el trato con sus propios ciudadanos está abocado a la destrucción: no sólo porque pueda perder el respeto de sus propios ciudadanos, sino porque, a la postre, dejará de aplicarlos en su propia casa.
Atentamente
Serapis
Re: Re: Ariel Dorfman - torturas en Irak
Enviado por el día 12 de Mayo de 2004 a las 17:38
Ojalá lo hubiera escrito yo, pero lamentablemente el escrito es de Ariel Dorfman, un escritor chileno.
Mmm, tampoco sé si en todos los casos quisiera saberlo. No en esta en particular, pero puedo imaginar situaciones en que mi conciencia preferiría no saber qué hacen los gobiernos para resolver determinadas situaciones.
Saludos.
Mmm, tampoco sé si en todos los casos quisiera saberlo. No en esta en particular, pero puedo imaginar situaciones en que mi conciencia preferiría no saber qué hacen los gobiernos para resolver determinadas situaciones.
Saludos.