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¡Vivir! Reseña
¡Vivir!


Luis de Caralt, Barcelona, 1946
169 páginas

Himno a la Persona

Por

En 1926, dos semanas después de cumplir los veintiún años, la joven Alisa Zinovievna Rosenbaum llegó a los Estados Unidos escapando de la URSS con poco dinero y un dominio más bien modesto del idioma inglés. Diez años después, publicó su primera novela, Los que vivimos, usando su nuevo nombre: Ayn Rand. Y dos años más tarde, en 1938, la primera edición de ¡Vivir!, su segunda novela, apareció en Inglaterra como Anthem (himno). En 1946, la obra llegó a España y Estados Unidos, donde ella vivía.

Cuando Rand escribió ¡Vivir!, los coqueteos de los políticos e intelectuales americanos con el comunismo eran tales que los años treinta fueron conocidos en Estados Unidos como la Década Roja. Y lo que siguió fue la alianza con la Unión Soviética de Stalin durante la Guerra Mundial. No es de extrañar que, horrorizada ante el avance de los colectivistas en occidente, Rand les dedicara estas palabras en el prefacio de la edición de 1946:

"Ellos han de afrontar el pleno significado de aquello que defienden o condonan; el específico, exacto y pleno significado del colectivismo, de sus lógicas implicaciones, de los principios sobre los que se asienta, y de las ultimas consecuencias a las que estos principios llevarán. Deben afrontarlo, después decidir si esto es lo que quieren o no."

¡Vivir! entra claramente en el género popularmente conocido como "distopia", pues nos muestra "las ultimas consecuencias" a las que llevan los principios del colectivismo. Narra la vida cotidiana en una sociedad futura que ha abrazado esta ideología hasta el extremo de haber erradicado totalmente no ya el respeto al individuo sino el propio concepto de individualidad.

O casi.

Porque el hilo conductor de la novela es precisamente la individualidad del protagonista que lucha por abrirse camino entre la jungla de leyes de su comunidad. Una individualidad que le hace sentir nauseas ante el sistema colectivizado de reproducción sexual que controlan los planificadores sociales. Una individualidad que se atreverá a transgredir cuantas normas le impidan ser feliz y llevar una vida llena. Pero también una individualidad ingenua y bonachona que cree que la colectividad le sabrá recompensar los beneficios que él les ofrece aunque él los haya obtenido saltándose a la torera las leyes más fundamentales.

Como por ejemplo, escribir.

Llegado a este punto, el lector de ésta pequeña novela de ésta -en España- poco conocida autora bien puede pensar: ¿qué necesidad tenía Rand de plagiar tan descaradamente la mítica 1984 de Orwell? Pero si el lector presta atención verá que la edición británica de ¡Vivir! es de 1938. Y 1984 no fue publicada hasta 1949.

Hay otra curiosidad sobre la escritura del protagonista que llamará la atención del lector desde la primera página: aún cuando él escribe sobre sus pensamientos más íntimos o sobre sus acciones más personales y secretas, no deja nunca de usar la primera persona del plural. En esa sociedad, cada hombre se sabe insignificante; tanto, que sólo la colectividad es reconocida.

Pero el protagonista, como digo, no sólo escribe. Es sus indagaciones solitarias descubre sorprendentes inventos que los hombres había olvidado mucho tiempo atrás. Pero la colectividad prefiere seguir rigiéndose por sus leyes y alumbrarse con velas antes que aceptar la luz eléctrica que el protagonista ha redescubierto investigando a solas. Porque aquí, la luz eléctrica, como el sol en la célebre sátira de Bastiat, es entendida como una monstruosa amenaza: "acarrearía la ruina del Departamento de las Velas. La Vela es un gran don para la Humanidad y está aprobada por todos. No debe ser destruida por la voluntad de uno solo".

Entonces, huye. Se aleja de la sociedad que le ha condenado sin haberle comprendido. Se adentra en el bosque prohibido con la esperanza de dar con aquello cuyo anhelo le ha hecho sentirse diferente y cuya búsqueda le ha convertido en un proscrito. Aquello sin lo cual la vida es una mazmorra y todo esfuerzo una tortura.

Y lo encuentra.

Las últimas páginas son un estallido genuinamente Randiano de felicidad, satisfacción y confianza. Un verdadero himno a aquel concepto, aquella palabra, aquella verdad sobre la que edificará su futuro y podrá... ¡Vivir!

Vivir como un hombre. No como un eslabón más en una cadena. "Yo soy. Yo pienso. Yo quiero. [...] Yo soy un hombre. [...]

"He destruido el monstruo que gravitaba como una negra nube sobre la tierra y ocultaba el sol a los hombres. El monstruo que estaba sentado en un trono, con cadenas en las manos, los pies sobre el pecho de un hombre, y se alimentaba con la sangre del libre espíritu humano. El monstruo de la palabra ‘Nosotros’.

"Y ahora contemplo el sagrado rostro de un dios y a este dios lo levanto sobre la tierra, más arriba que el cielo, más resplandeciente que el sol, este dios que los hombres han deseado desde que existen, este dios que les dará la dicha, la paz y el orgullo.

"Este dios, esta sola palabra: ‘Yo’."