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La crucial distinción entre discriminación pública y privada

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Traducido por Juan Carlos Hidalgo

Roger Pilon es director del Centro de Estudios Constitucionales del Cato Institute. Cortesía de Cato Institute.

En algún momento en este mes, la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos nos dirá si la política preferencial de admisiones de la Universidad de Michigan, conocida comúnmente como "acción afirmativa," es permitida bajo la premisa constitucional de igual protección ante la ley. Por supuesto, los principios básicos en juego van mucho más allá de las admisiones académicas. Este es un breve vistazo a los mismos, y un análisis sobre cómo nos metimos en este atolladero discriminatorio, todo mientras se clama estar luchando contra la discriminación.

La historia empieza ahí mismo, con la muy humana práctica de la discriminación. Y aún así, ¿qué hay de malo con ésta? ¿No nos referimos de buena manera de la gente que tiene un "gusto discriminador?" Discriminar es simplemente escoger entre alternativas. Cada uno de nosotros discrimina un sinnúmero de veces al día.

El "problema" con la discriminación surge en el contexto de la asociación humana. Nosotros creemos en la libertad de asociación—de hecho está implícita en la Primera Enmienda—pero dicha libertad implica no solo el derecho a asociarse con aquellos dispuestos a asociarse con nosotros sino también el derecho a no asociarse—el derecho a discriminar, bajo cualquier motivo, bueno o malo, o no motivo alguno. Ante la ausencia de este derecho, la libertad de asociación es comprometida. Eso significa que otros escogen los motivos por nosotros. Otros nos dicen cuáles razones son aceptables y cuáles no lo son. Eso no es libertad.

Los esclavos entendían dicho principio básico. Teniendo la opción, ellos no se hubieran asociado con sus amos bajo las condiciones ofrecidas por éstos. Pero ellos no tenían opción. El gobierno los obligaba, mediante la ley, a asociarse con sus amos. Bajo las leyes segregacionistas, luego de que la esclavitud fuera abolida, vimos lo contrario, pero el asunto fundamental es el mismo. Ahora la disociación, o segregación, se hacía respetar mediante la ley, lo que significaba que aquellos que querían asociarse o integrarse, ya sea en los trenes o mediante el matrimonio, no lo podían hacer. Esa opción—esa libertad—les era negada. La asociación obligatoria había sido reemplazada por la disociación obligatoria.

Decidimos hacer un bien con un mal con la Ley de Derechos Civiles de 1964, pero una vez más terminamos mal, en parte. Se decidió acabar con la disociación obligatoria—segregación por ley—pero en el proceso se reintrodujo la asociación obligatoria—integración por ley. Ciertamente no fue tan cruel o completa como la asociación obligatoria de la esclavitud, pero el principio fundamental fue el mismo. Se les dijo a aquellos que querían discriminar en sus asociaciones que lo podían hacer siempre y cuando sus razones no incluyeran "raza, color, religión, sexo, u origen nacional." Se les dijo que el gobierno, no ellos, iba a determinar cuáles motivos de discriminación son aceptables. A lo largo de los años, varias jurisdicciones han expandido el tipo de motivos prohibidos para incluir de todo, desde orientación sexual hasta hábitos de higiene y el crédito de la persona.

En una esfera, el cambio es totalmente aceptable—de hecho, requerido. Esa esfera es el sector público—el gobierno. Y la razón es tan simple como convincente: el gobierno nos pertenece a todos. Ya que éste es el caso, nos debe tratar de igual forma a todos. No puede discriminar entre nosotros excepto en las circunstancias que son estrechamente adaptadas para servir sus varias funciones. Eso es igual protección ante la ley.

Este principio de propiedad aplica en el sector privado también, pero ahí trasciende de manera distinta. Ya que los individuos privados son soberanos sobre sí mismos y las entidades que poseen o controlan—y únicamente sobre éstas—pueden discriminar en sus asociaciones de la manera que así lo deseen. Eso significa que no necesitan asociarse con otros, por cualquier motivo; ni tampoco pueden forzar asociaciones con otros. La asociación privada, en una sociedad libre, debe ser libre; no puede ser forzada ni restringida por la ley. La esclavitud sancionada legalmente obligaba la asociación. Las leyes segregacionistas la restringía. La ley de 1964 nuevamente obliga la asociación al prohibirle a una amplia gama de entidades privadas discriminar por diversos motivos, y por lo tanto las obliga a asociarse con aquellos que desearían evitar.

Pero, ¿no es ese precisamente el punto? Queremos acabar con la discriminación "irracional" tanto en el sector público como en el privado, así que la prohibimos. Éste es claramente un fin que vale la pena. ¿Por qué no hacerlo cumplir mediante la ley?

Un problema con dicho enfoque, por supuesto, es que no existe un final para los fines valiosos y, por lo tanto, un final para el "bien" que perseguimos a través de la ley. Esa es una receta para que el bien asfixie a lo correcto—y con éste a la libertad. Y nos lleva a un problema aún más profundo: no todos estamos de acuerdo sobre "el bien." Eso sucede incluso en el tema en discusión. Después de todo, la discriminación "irracional" de una persona es una decisión perfectamente entendible para otra. En muchos contextos—seguros, por ejemplo, o crédito, o empleo—la gente toma decisiones por diversas razones de las cuales solo una podría estar "prohibida" en un caso dado. ¿Queremos que el gobierno apruebe cada una de estas decisiones privadas? Desdichadamente, a eso es a lo que hemos llegado.

Pero aún en un caso claro de discriminación privada sobre motivos prohibidos, los principios fundamentales de una sociedad libre están en peligro bajo la ley actual. No debemos olvidar que los individuos no tienen derecho a violarle los derechos a otros. Pero sí tienen el derecho a hacer lo incorrecto. Así como con los casos de quemar la bandera, los nazis marchando, o cualquier otra cosa que toleramos en una sociedad libre, podemos con perfecta consistencia condenar a aquellos que practican la discriminación irracional al mismo tiempo que defendemos sus derechos a hacerlo. Si hubiéramos tomado a pecho el ejemplo de los Dodgers de Brooklyn en 1947, quienes integraron al béisbol de las grandes ligas de la manera correcta—voluntariamente, y no a través de la ley—sin duda alguna estaríamos mucho mejor hoy en día, libres de las sospechas que surgen en cada campus y lugar de trabajo en Estados Unidos de que algunos avanzan y otros se quedan estancados simplemente por su raza, género, origen nacional, o cualquier otra cualidad irrelevante.

Eso todavía nos dejaría con el problema de alcanzar la igual protección en el sector público, sin embargo, y como la experiencia nos ha demostrado, es un principio difícil de aplicar. Los casos de Michigan, en sus hechos, presentan ejemplos claros de discriminación sobre motivos prohibidos. Pero una de las ironías de las extensiones de la ley de 1964 es ésta: Si la corte encuentra que las políticas de acción afirmativa de la Universidad de Michigan representan discriminación inconstitucional, entonces las universidades privadas serán demandadas el próximo año. Si hubiéramos establecido una distinción clara entre lo privado y lo público en 1964, tal y como lo encarecieron el senador Barry Goldwater y otros, las universidades privadas estarían en total libertad de discriminar por cualesquiera "buenas" razones que puedan tener. En su lugar, éstas también tendrán que esperar la decisión de la corte.