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El significado de la Revolución Americana

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Traducido por Mariano Bas Uribe

Carta a H. Niles, 13 de febrero de 1818. Puede consultarse en el inglés original.
 
La Revolución Americana no fue un acontecimiento corriente. Sus efectos y consecuencias ya han resultado colosales para una gran parte del Globo ¿Y cuándo y dónde van a cesar?
 
¿Pero qué significa para nosotros la Revolución Americana? ¿Nos referimos a la Guerra Americana? La Revolución se llevó a cabo antes de que comenzara la Guerra. La Revolución estaba en las mentes y los corazones de la gente, era un cambio en sus sentimientos religiosos acerca de sus labores y obligaciones. Mientras se creyó que el Rey, y toda autoridad que de él dimanaba, gobernaba con justicia y piedad, de acuerdo con las leyes y la constitución derivada del Dios de la naturaleza y a él transmitida por sus antecesores, se sentía una obligación de orar por el rey y la reina, y todas las autoridades, como los ministros de Dios, lo hacían por su bien; pero cuando vieron que esos poderes renunciaban a todos los principios de autoridad y se inclinaban por la destrucción de toda seguridad en sus vidas, libertades y propiedades, pensaron que era su obligación orar por el congreso continental, los trece congresos estatales, etc.
 
Pudo haber y hubo otros que pensaron menos en la religión y la conciencia, pero que tenían ciertos sentimientos habituales acerca de la lealtad derivados de su educación, que creían que la lealtad y la protección deben ser recíprocos y pensaron que cuando la protección desapareció, la obligación de lealtad también lo hizo.
 
Otra alteración fue común a todos. La gente de América ha sido educada habitualmente en un cariño hacia Inglaterra, como su madre patria, y mientras pensaron en ella como una madre cariñosa y tierna (aunque bastante erróneamente, puede que nunca fue una madre de este tipo) no pudo haber un afecto más sincero. Pero cuando encontraron en ella una cruel bruja, que deseaba como Lady Macbeth “estrellarle los sesos” no sorprende que sus afectos filiales desaparecieran y se sustituyeran por indignación y horror.
Este cambio radical en los principios, opiniones, sentimientos y afectos de la gente fue la auténtica Revolución Americana.
 
Pero lo que significa esta grande e importante alteración en el carácter religioso, moral, político y social de la gente de trece colonias, todas distintas, desconectadas e independientes entre sí, lo que se comenzó, se persiguió y consiguió, es sin duda interesante para la humanidad que sea investigado y perpetuado para la posterioridad.
 
Para este fin, sería deseable que los jóvenes letrados de todos los Estados, especialmente de los trece originales, se pusieran a la laboriosa, pero sin duda interesante y entretenida tarea de buscar y recopilar todos los documentos, panfletos, periódicos e incluso octavillas que hayan contribuido en alguna forma a cambiar el humor y la perspectiva de la gente y les impulsó hacia una nación independiente.
 
Las colonias han crecido bajo constituciones de gobierno muy diversas, hay una gran variedad de religiones, están compuestas por naciones muy diferentes, sus costumbres, educación y hábitos se parecen poco y sus interrelaciones han sido tan escasas y su conocimiento entre sí tan imperfecto, que unirlas en los mismos principios teóricos y el mismo sistema de acción, era ciertamente una muy difícil empresa. Su absoluto cumplimiento en un periodo de tiempo tan corto y mediante el uso de medios tan simples fue posiblemente un ejemplo único en la historia de la humanidad. Se hizo sonar a la vez trece relojes –una perfección mecánica que ningún artista había realizado hasta entonces.
 
En esta investigación, la gloria de personalidades individuales y de los distintos Estados es de poca importancia. Los medios y las medidas son los objetos adecuados de investigación. Éstos pueden usarse para la posterioridad, no sólo en esta nación, sino en Sudamérica y en todos los demás países. Pueden enseñar a la humanidad que las revoluciones no son insignificantes, que nunca deben iniciarse temerariamente, ni tampoco sin consideración ponderada ni reflexión serena, ni tampoco sin una base sólida, inmutable y eterna de justicia y humanidad, ni sin gente que posea la inteligencia, fortaleza e integridad suficientes para llevarlas a cabo con serenidad, paciencia y perseverancia, a través de todas las vicisitudes de la fortuna, las fieras dificultades y los tristes desastres que puedan tener que afrontar.
 
El pueblo de Boston instauró pronto una plegaria anual el 4 de julio, en conmemoración de los principios y opiniones que contribuyeron a producir la revolución. He escuchado muchas de estas plegarias y he leído todas las que he podido obtener. Aparece mucha ingenuidad y elocuencia en cada uno de los asuntos, excepto cuando tratan de esos principios y opiniones. La de mi honrado y amigable vecino, Josiah Quincy, me parece que es la que apunta más directamente al propósito de la institución. Dichos principios y opiniones deben remontarse a doscientos años atrás y encontrarse en la historia del país desde las primeras plantaciones en América. Tampoco deberían olvidarse los principios y opiniones de ingleses y escoceses hacia las colonias durante todo este periodo. La perpetua discordancia entre los principios y opiniones británicos y los de América, al año siguiente de la supresión del poder francés en América, cayeron en una crisis y produjeron una explosión.
 
No fue hasta después de la aniquilación de dominio francés en América que algún ministro británico se atreviera a gratificar sus ambiciones y el deseo de de la nación, proyectando un plan formal para crear un impuesto nacional a América a través de una tasa aprobada parlamentariamente. La primera manifestación importante de este proyecto se realizó mediante la orden de llevar a cabo mediante estrictas ejecuciones aquellas actas del Parlamento, que son bien conocidas por el nombre de actas de comercio, que han generado letra muerta sin ejecutar durante medio siglo y en algunos casos, creo que por cerca de un siglo entero.
 
Esto produjo, en 1760 y 1761, un despertar y un renacimiento de los principios y opiniones americanos, con un entusiasmo que fue incrementándose hasta que, en 1775, irrumpió como violencia abierta, hostilidad y furia.
 
Los personajes más conspicuos, los más ardientes e influyentes de este renacimiento, de 1760 a 1766, fueron, en primer lugar y principalmente, antes y por encima de todos, James Otis, junto a él estuvo Oxenbridge Thatcher, junto a él, Samuel Adams, junto a él, John Hancock, después el Dr. Mayhew, después el Dr. Cooper y su hermano. De la vida de Mr. Hancock, de su carácter, su generosa naturaleza, sus grandes y desinteresados sacrificios y sus importantes servicios, si tengo fuerzas, me gustaría escribir un libro. Pero esto, espero, lo hará alguna mano más joven y más hábil. Mr. Thatcher, cuyo nombre y méritos son menos conocidos, no debe ser olvidado en absoluto. Este caballero fue un eminente abogado, con tanta experiencia como el que más en Boston. No había ciudadano en ese pueblo más generalmente querido por su conocimiento, ingenuidad, todas las virtudes domésticas y sociales y su correcta conducta en cada aspecto de la vida. Su patriotismo era tan ardiente como sus progenitores eran ilustres y respetados en este país. Hutchison decía a menudo, “Thatcher no nació plebeyo, pero está decidido a morir como uno”. En mayo de 1763, creo, fue elegido por el pueblo de Boston como uno de sus representantes en la legislatura, siendo colega de Mr. Otis, que había sido miembro desde 1761, y continuó siendo reelegido anualmente hasta su muerte en 1765, cuando Mr. Samuel Adams fue nombrado para ocupar su lugar. En ausencia de Mr. Otis, acudió al Congreso de Nueva York. Thatcher se había mostrado envidioso de la ilimitada ambición de Mr. Hutchinson, pero cuando encontró que éste, no contento con el puesto de Gobernador, con el mando de la plaza y emolumentos, con el de Juez del Condado de Suffolk, con un escaño en el Consejo de su Majestad en la Legislatura, con su cuñado como Secretario de Estado por designación del rey, con un hermano de este Secretario de Estado como Juez de la Corte Suprema y miembro del Consejo, ahora, en 1760 y 1761, solicitaba y obtenía el puesto de Justicia Mayor de la Corte Suprema de la Judicatura, concluyó, igual que Mr. Otis y como haría cualquier otro amigo informado de este país, que lo que veía era una administración con el deliberado propósito de fallar todas las causas a favor del ministerio en St. James y su servil Parlamento.
 
Su indignación contra él desde este momento hasta 1765, año de su muerte, no tuvo más límites que la verdad. Hablo con conocimiento de causa. Puesto que, de 1758 a 1765 acudí a cada corte superior e inferior de Boston y no recuerdo ninguna ocasión en la cual no me invitara a su hogar a pasar la tarde con él, cuando me hacía conversar con él lo mejor que podía, sobre todos los aspectos de religión, moral, derecho, política, historia, filosofía, bellas artes, teología, mitología, cosmogonía, metafísica –Locke, Clark, Leibniz. Bolingbroke, Berkeley-, la armonía preestablecida del Universo, la naturaleza de la materia y el espíritu y el eterno establecimiento de coincidencias entre sus operaciones, el destino, la predestinación y razonamos acerca estos inacabables asuntos tan elevados como la gente de Milton en el pandemónium, y los comprendíamos tan bien como ellos, aunque no mejor. A estos terribles misterios él añadía las noticias del día y los cotilleos del pueblo. Pero su materia favorita era la política y el pendiente y temible sistema de tasación parlamentario y gobierno universal de las colonias. Este asunto le ponía tan nervioso y agitado, que no tengo duda de que fue la causa de su muerte prematura. Desde el momento en que discutió la cuestión de los mandatos de asistencia a su muerte consideró que el rey, los ministros, el parlamento y la nación de Gran Bretaña estaban determinados a remodelar las colonias desde sus cimientos, a anular todos sus fueros, a constituir en ellos gobiernos reales para obtener beneficios de América mediante impuestos del Parlamento, para aplicar esas ganancias a pagar los salarios de gobernadores, jueces y otros oficiales de la corona y después de esto, obtener tanto beneficio como pudieran para aplicarlo a propósitos nacionales en el Tesoro de Inglaterra, y más adelante establecer obispos y toda la estructura de la Iglesia de Inglaterra, diezmos incluidos, a través de toda la América británica. Este sistema, decía, si se le permite prevalecer, extinguiría la llama de la libertad en todo el mundo, y América se emplearía como una máquina para aplastar todos los diminutos restos de libertad en Gran Bretaña e Irlanda, donde sólo quedaría una apariencia de ella. Consideraba enteramente fieles a este sistema a todos los Hutchinsons, los Olivers y sus conexiones, dependientes, adheridos, lamebotas, etc. Afirmaba que todos ellos estaban comprometidos con los oficiales de la Corona en América y los subordinados del Ministerio en Inglaterra, en una profunda y traicionera conspiración para suprimir las libertades de su país, para sus propios engrandecimiento privado, personal y familiar. Sus filípicas contra la ambición y avaricia sin principios de todos ellos, pero especialmente de Hutchinson, eran desenfrenadas, no sólo en conversaciones privadas y confidenciales, sino en cualquier compañía y ocasión. Dio a Hutchinson el sobrenombre de “Summa Potestatis”, y raramente la mencionaba si no era con el nombre de “Summa”. Su libertad de expresión no era un secreto para sus enemigos. Me he preguntado muchas veces por qué no fue expulsado de los tribunales, como hicieron poco después con el mayor Hawley. Aunque le odiaban más que a James Otis o Samuel Adams, y le temían más, porque no tenían posibilidad de acusarle de afán de revancha por la decepción de su padre por no obtener un puesto superior, como hicieron con Otis, el carácter de Thatcher a través de su vida fue tan modesto, decente y comedido, su moral tan pura y su religiosidad tan reverente que no se atrevieron a atacarle. En su despacho se formaron para actuar en los tribunales dos eminentes personalidades, el juez Lowell y Josiah Quincy, apropiadamente llamado “el Cicerón de Boston”. El cuerpo de Mr. Thatcher era delgado y de constitución delicada; ya sea porque sus médicos sobrecargaron sus vasos sanguíneos de mercurio cuando sufrió la viruela o porque se vio sobrepasado por las preocupaciones y esfuerzos públicos, la viruela le dejo en un estado de debilidad del que nunca se recuperó. Poco antes de su muerte envió por mí para que me hiciera cargo de algunos asuntos en el tribunal. Le pregunté si había visto las resoluciones de Virginia: “¡Oh, sí! ¡Qué hombres! ¡Son espíritus nobles! Me mata pensar en el letargo y la estupidez que prevalecen aquí. Deseo estar fuera. Quiero salir. Quiero salir. Iré a la corte y haré un discurso que será leído después de mi muerte, como mi último testimonio contra esta infernal tiranía que nos están trayendo”. Viendo la violenta agitación que le producía, intenté cambiar de tema lo antes posible y me retiré. Estuvo sin salir durante algún tiempo. Si se hubiera encontrado fuera entre la gente, no hubiera protestado de esa forma tan dramática acerca del “letargo y la estupidez que prevalecen”, puesto que el pueblo y el país estaban vivos, y en agosto se mostraron suficientemente activos, y algunos cometieron injustificados excesos, que son más lamentados por los patriotas que por sus enemigos. Mr. Thatcher murió pronto, lo que fue profundamente lamentado por todos los amigos de su país.
 
Otro caballero que tuvo una gran influencia en el inicio de la Revolución fue el Doctor Jonathan Mayhew, descendiente del antiguo gobernador de Martha’s Vineyard. Este reverendo se había ganado una gran reputación tanto en Europa como en América mediante la publicación de un volumen de siete sermones durante el reinado de Jorge II, en 1749, y por muchos otros escritos, particularmente un sermón de 1750, del 30 de enero, acerca de la obediencia pasiva y la no resistencia, en el cual se consideran la santificación y el martirio del rey Carlos I, adornados con un ingenio y sarcasmo superiores a los de Swift o Franklin. La leyó todo el mundo, siendo celebrado por los amigos y denigrado pro los enemigos. Los reinados de Jorge I y Jorge II, los de los Estuardo, los dos Jaime y los dos Carlos resultaron una desgracia general para Inglaterra. En América siempre se han considerado con aborrecimiento. Las persecuciones y crueldades sufridas por sus ancestros durante estos reinados habían sido transmitidas por la historia y la tradición, y Mayhew pareció levantarse para revivir todas sus animosidades contra la tiranía, en la Iglesia y el Estado, y al mismo tiempo para destruir su intolerancia, fanatismo e incoherencia. No había aparecido todavía la convincente, elegante, fascinante y falaz apología de David Hume, en la que disimulaba los crímenes de los Estuardo. Para describir el carácter de Mayhew haría falta escribir una docena de volúmenes. Su genio trascendente se transmite a la totalidad de su país en 1761 y se mantiene allí con su celo y ardor hasta su muerte, en 1766. En 1763 se inicia la controversia entre él y Mr. Apthorp, Mr. Caner, el Doctor Johnson y el Arzobispo Secker, sobre el fuero y la conducta de la Sociedad de Propagación de la Palabra de Dios en el Extranjero. Para hacerse una idea de este debate, les ruego que se dirijan hacia una revisión completa, impresa en ese momento y escrita por Samuel Adams, aunque algunos de una forma absurda y equivocada, la atribuyen a Mr. Apthorp. Si no me equivoco, se descubrirá un modelo de candor, sagacidad, imparcialidad y, en fin, de razonamiento correcto.
 
Si algún caballero supone que esta controversia no supone nada para el presente propósito, está tremendamente equivocado. Extendió una alarma general contra la autoridad del Parlamento. Provocó una prevención justa y generalizada que los obispos y las diócesis, y las iglesias, y los sacerdotes, y los diezmos nos fueran impuestos por el Parlamento. Se sabía que ningún rey, ni ministro, ni arzobispo podría nombrar obispos en América sin un acto de Parlamento, y si el Parlamento pudiera establecernos impuestos, podría establecer la Iglesia de Inglaterra, con todos los credos, artículos, criterios, ceremonias y diezmos y prohibir otras iglesias, como fuentes de sectarios o cismáticas.
 
Tampoco debe olvidarse a Mr. Cushing. Su buen sentido y sólido juicio, la urbanidad de sus maneras, su buen carácter general, sus numerosos amigos y conocidos y su continuo trato con todo tipo de gente, añadido a sus constante adhesión a las libertades de su país, le proporcionó y una gran y saludable influencia desde los inicios de 1760.
 
Permítame recomendar estas pistas a la consideración de Mr. Writ, cuya “Vida de Mr. Henry” he leído con sumo placer. Pienso que después de una investigación seria se convencerá de que Mr. Henry no “dio el primer impulso al baile de la independencia”, y que Otis, Thatcher, Samuel Adams, Mayhew, Hancock, Cushing y miles de otros estuvieron trabajando durante bastantes años antes de que el nombre de Henry fuera escuchado más allá de los límites de Virginia.