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Comentarios para el Commonwealth Club

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Traducido por Mariano Bas Uribe

San Francisco, 15 de septiembre de 2005

Se me ha pedido hablar sobre cuál considero el mayor reto que tiene que afrontar la humanidad y tengo fundamentalmente una respuesta. El mayor reto que tiene que afrontar la humanidad es el reto de distinguir la realidad de la fantasía, la verdad de la propaganda. Conocer la verdad ha sido siempre un reto para la humanidad, pero en la era de la información (a la que considero más bien la era de la desinformación) se convierte en algo especialmente urgente e importante.

Debemos decidir diariamente si las amenazas que nos acechan son reales, si las soluciones que se nos ofrecen resultarán buenas, si los problemas que se nos dice que existen son de hecho problemas reales o no lo son. Cada uno de nosotros tiene un concepto del mundo y todos sabemos que ese concepto nos viene en parte dado por lo que otra gente y la sociedad nos dicen, en parte generado por nuestro estado emocional, que proyectamos hacia fuera, y en parte por nuestras auténticas percepciones de la realidad. En resumen, nuestro esfuerzo por determinar cuál es la realidad es un esfuerzo por decidir cuáles de nuestras percepciones son auténticas y cuáles son falsas porque nos las han inculcado o vendido o se han generado a través de nuestras propias esperanzas y temores.

Como ejemplo de este reto, hoy me gustaría hablar de ecologismo. Y con el fin de que no se me entienda mal, quiero dejar perfectamente claro que creo que nos incumbe vivir de forma que se tengan en cuenta todas las consecuencias de nuestras acciones, incluyendo las que afecten a otras personas y al medio ambiente. Creo que es importante actuar de forma que se respete el medio ambiente y creo que será siempre necesario pensando en el futuro. Creo el mundo tiene problemas reales y creo que puede y debería mejorarse. Pero también pienso que es tremendamente difícil decidir qué constituye una acción responsable y que las consecuencias de nuestras acciones son a menudo difíciles de prever. Pienso que nuestras pasadas formas de acción medioambiental son descorazonadoras, por decirlo suavemente, porque incluso nuestros esfuerzos mejor intencionados habitualmente se tuercen. Pero pienso que no reconocemos nuestros fallos anteriores ni los afrontamos directamente. Y creo saber por qué.

Yo estudié antropología en la universidad y una de las cosas que aprendí fue que ciertas estructuras sociales humanas siempre reaparecen. No pueden eliminarse de la sociedad. Una de esas estructuras es la religión. Hoy en día se dice que vivimos en una sociedad laica en la cual mucha gente (la mejor, la más ilustrada) no cree en ninguna religión. Pero pienso que la religión no puede eliminarse de la psique de la humanidad. Si suprimimos alguna forma, simplemente reaparece en otra. Podemos no creer en Dios, pero seguimos teniendo que creer en algo que dé sentido a nuestra vida y al mundo. Esa creencia es religiosa.

Hoy día, una de las religiones más poderosas del Mundo Occidental es el ecologismo. El ecologismo parece ser la religión que eligen los ateos urbanos. ¿Por qué digo que es una religión? Bueno, basta con mirar sus creencias. Si se miran con cuidado, vemos que el ecologismo es de hecho una perfecta reconfiguración del siglo XXI de los mitos y creencias tradicionales del judeocristianismo.

Hay un Edén inicial, un paraíso, un estado de gracia y unidad con la naturaleza, hay una caída de la gracia en un estado de contaminación como resultado de comer del árbol de la ciencia del bien y del mal y como consecuencia de nuestros actos hay por llegar un día del juicio para todos. Todos somos pecadores energéticos, condenados a morir, salvo que busquemos la salvación, que ahora se llama sostenibilidad. La sostenibilidad es la salvación en la iglesia del ecologismo. Igual que la comida orgánica es su comunión, esa hostia libre de pesticidas que ingiere la gente buena con las creencias correctas.

El Edén, la caída del hombre, la pérdida de la gracia, el juicio final que viene... son estructuras míticas profundamente enraizadas. Son creencias profundamente conservadoras. Incluso puede que estén impresas en el cerebro, por lo que sé. Sin duda no quiero disuadir a nadie de ellas, como no quiero disuadir a nadie de la creencia en que Jesucristo es el hijo de Dios que resucitó de entre los muertos. Pero la razón por la que no quiero disuadir a nadie es que no puedo hacerlo. No hay hechos a discutir. Son asuntos de fe.

Y eso es lo que pasa, tristemente, con el ecologismo. Cada vez más, parece que los hechos no son necesarios, porque los principios del ecologismo son creencias. Se trata de si vas a ser un pecador o salvarte. De si vas a estar en el lado de los salvados o de los condenados. De si eres uno de los nuestros o de los suyos.

¿Estoy exagerando? Me temo que no. Porque sabemos mucho más acerca del mundo de lo que sabíamos hace cuarenta o cincuenta años. Y lo que ahora sabemos no apoya demasiado ciertos mitos básicos del ecologismo, sin embargo los mitos no mueren. Examinemos algunas de esas creencias. No hay un Edén. Nunca lo ha habido. ¿Cuál fue el Edén del maravilloso pasado mítico? ¿Fue el tiempo en que la mortalidad infantil era del 80%, cuando cuatro de cada cinco niños morían de enfermedad antes de cumplir cinco años? ¿Cuando una mujer de cada seis moría al dar a luz? ¿Cuando la esperanza de vida era de 40 años, como en la de América hace un siglo? ¿Cuando las plagas se extendían por todo el planeta, matando a millones de golpe? ¿Fue cuando millones morían de hambre? ¿Fue entonces cuando hubo un edén?

¿Y qué hay de los pueblos indígenas, viviendo en un estado de armonía con el paradisíaco medio ambiente? Bueno, nunca lo vivieron. En este continente, los recién llegados que cruzaron el puente de tierra se establecieron inmediatamente expulsando a cientos de especies de grandes animales y lo hicieron varios miles de años antes de que llegara el hombre blanco para acelerar el proceso. ¿Y cuáles eran sus condiciones de vida? ¿De amor, paz y armonía?  Difícilmente: los primeros habitantes del Nuevo Mundo vivieron en un constante estado de guerra. Generaciones de odio, de odios tribales y batallas constantes. Son famosas las tribus guerreras de este continente: comanches, sioux, apaches, mohicanos, aztecas, toltecas, incas. Algunos practicaban el infanticidio y los sacrificios humanos. Y aquellas tribus que no fueron ferozmente guerreras fueron exterminadas o aprendieron a construir sus pueblos en altos acantilados para tener ciertas medidas de seguridad.

¿Qué hay de las condiciones humanas en el resto del mundo? Los maoríes de Nueva Zelanda realizaban masacres habitualmente. Los dyak de Borneo eran cazadores de cabezas. Los polinesios, viviendo en un entorno lo más cercano al paraíso que puede imaginarse, batallaban constantemente y crearon una sociedad tan terriblemente restrictiva que podían perder la vida si pisaban la huella del pie de un jefe. Fueron los polinesios los que nos dieron el concepto de tabú, así como la misma palabra. El buen salvaje es una fantasía y nunca fue una realidad. El que todavía haya quien crea en él, 200 años después de Rousseau, demuestra la tenacidad de los mitos religiosos, su capacidad para perdurar a pesar de siglos de hechos que los contradicen.

Incluso hubo un movimiento académico a finales del siglo XX que afirmaba que el canibalismo era una invención del hombre blanco para demonizar a los pueblos indígenas (sólo académicos podrían plantear una batalla de este tipo). Hasta pasados treinta años los profesores no acordaron que sí, que de hecho el canibalismo aparece entre seres humanos. Mientras tanto, los montañeses de Nueva Guinea continuaron comiendo los cerebros de sus enemigos hasta que finalmente se les hizo entender que cuando lo hacían corrían el riesgo de contraer el kuru, una enfermedad neurológica mortal.

Más recientemente, los amables tasaday de Filipinas resultaron ser un truco publicitario, una tribu inexistente. Y los pigmeos africanos tienen una de las tasas de homicidios más altas del mundo.

En resumen, la visión romántica de un mundo natural como un feliz edén sólo la sostienen personas sin experiencia real acerca de la naturaleza. La gente que vive en la naturaleza no es en absoluto romántica. Pueden tener creencias espirituales acerca del mundo que les rodea, pueden tener un sentido de la unidad de la naturaleza o de la vida en todas sus formas, pero siguen matando animales y arrancando plantas para comer, para vivir. Si no lo hicieran, morirían.

Y si, incluso ahora, nos situáramos en medio de la naturaleza aunque sólo sea unos días, rápidamente se nos quitarían todas nuestra fantasías románticas. Hagan un safari por las junglas de Borneo y en poco tiempo tendrán la piel llena de llagas, bichos por todo el cuerpo, picándoles el pelo, entrándoles por la nariz y las orejas. Tendrían infecciones y molestias y si no estuvieran con alguien que sepa qué hacer, pronto morirían de hambre. Pero lo más probable es que incluso en las junglas de Borneo no experimenten la naturaleza tan directamente, puesto que habrán cubierto todo su cuerpo con repelente de insectos y estarían haciendo todo lo posible para mantener alejados a los bichos.

La verdad es que casi nadie quiere vivir la naturaleza real. Lo que quiere la gente es estar una semana o dos en una cabaña en el bosque, con cristales en las ventanas. Quieren una vida más simplificada por un tiempo, sin todos sus cachivaches. O un agradable descenso de un río de unos pocos días, con alguien que haga la comida en su lugar. Nadie quiere realmente volver a la naturaleza y nadie lo hace. Sólo es palabrería (y a medida que la población mundial se va convirtiendo en urbana, palabrería desinformada). Los granjeros saben de qué se trata. La gente de ciudad, no. Sólo es fantasía.

Una manera de evaluar la persistencia de la fantasía es tener cuenta la cantidad de gente que muere porque no tiene el más mínimo conocimiento acerca de cómo es la naturaleza en realidad. Se ponen junto a animales salvajes, como un bisonte, para sacarse una fotografía y mueren pisoteados, suben a una montaña con tiempo inestable sin el material apropiado y mueren congelados. Se ahogan entre las olas en vacaciones porque no pueden concebir el poder real de lo que despreocupadamente llamamos “la fuerza de la naturaleza”. Han visto el océano. Pero no han estado en él.

La generación de la televisión espera que la naturaleza actúe cómo ellos quieren. Piensan que todas las experiencias vitales pueden grabarse en vídeo. La idea de que el mundo natural siga sus propias normas y le importe un rábano lo que uno espera se les aparece en forma de choque brutal. La gente acomodada y educada en un entorno urbano tiene la capacidad de llevar su vida diaria a su manera. Compran ropa de su gusto y decoran sus casas como les parece. Dentro de ciertos límites, pueden conseguir un mundo urbano cotidiano que les guste.

Pero el mundo natural no es tan maleable. Por el contrario, reclama que te adaptes a él (y si no lo haces, mueres). Es un mundo duro, poderoso e inmisericorde, que la mayoría de los urbanitas occidentales jamás ha experimentado.

Hace muchos años, yo estaba haciendo senderismo en las montañas del Karakorum, al norte de Pakistán, cuando mi grupo llegó a un río que teníamos que cruzar. Era un río glaciar, de un frío helador y discurría muy rápido, pero no era profundo: tal vez tres pies como mucho. Mi guía puso cuerdas para que la gente se agarrara a ellas mientras cruzaba el río y todo el mundo, uno a uno, lo hizo con muchísimo cuidado. Pregunté al guía cuál era el problema de cruzar un río de tres pies de profundidad. Me dijo: bien, supongamos que usted se cae y sufre una fractura. Estamos a cuatro días de camino de la última población grande donde había una radio. Incluso si el guía volviera al doble de velocidad para obtener ayuda, tardaría al menos tres días antes de poder volver con un helicóptero. Si es que hubiera algún helicóptero disponible. Y en tres días, yo probablemente habría muerto por mis lesiones. Por eso es por lo que todo el mundo cruzaba con tanto cuidado. Porque en la naturaleza un pequeño resbalón puede ser mortal.

Pero volvamos a la religión. Si el Edén es una fantasía que nunca existió y la humanidad nunca fue noble, buena y amable, si no cayó en desgracia, ¿qué pasa con el resto de los principios religiosos? ¿Qué hay de la salvación, la sostenibilidad y el juicio final? ¿Qué hay acerca de la futura condena medioambiental de los combustibles fósiles y el calentamiento global, si no nos postramos de rodillas y conservamos todos los días?

Bueno, resulta interesante. Podemos haber advertido que últimamente falta algo en la lista del día del juicio. Aunque los predicadores del ecologismo durante cincuenta años han estado dando la alarma acerca de la población, en la última década las cifras de población mundial parecen haber experimentado un cambio inesperado. Las tasas de fertilidad disminuyen en casi todas partes. Como consecuencia, durante mi vida las sesudas predicciones sobre el total de población en el mundo han ido de un máximo de 20.000 millones, a 15.000 millones, a 11.000 millones (que era la estimación de la ONU hacia 1990), a los actuales 9.000 millones, y seguramente pronto será menor. Algunos piensan que la población mundial tocará techo en 2050 y después empezará a disminuir. Algunos predicen que en el 2100 habrá menos gente que ahora. ¿Es una razón para alegrarse, para decir aleluya? Sin duda no. De inmediato, escuchamos acerca de la inminente crisis de la economía mundial por la disminución de población. Escuchamos acerca de la inminente crisis por el envejecimiento de la población. Nadie, en ningún lugar dirá que los temores principales expresados durante la mayor parte de mi vida han resultado no ser ciertos. A medida que avanzábamos hacia el futuro, esas visiones del día del juicio desaparecieron, como un espejismo en el desierto. Nunca estuvieron ahí (aunque todavía aparecen, en el futuro). Como los espejismos.

Muy bien, entonces los predicadores se equivocaron. Hicieron una predicción errónea, son humanos. ¿Y qué? Desafortunadamente, no es solo una predicción. Son un montón. Se está acabando el petróleo. Se están acabando los recursos naturales. Paul Ehrlich: 60 millones de americanos morirán de hambre en los 80. Cuarenta mil especies se extinguen cada año. La mitad de las especies del planeta se extinguirán para el año 2000. Y más y más y más.

Con tantos fallos en el pasado, podríamos pensar que las predicciones medioambientales serían más cautelosas. Pero no: es una religión. Recordemos que el chalado en la acera llevando el cartel que predice el fin del mundo no se rinde cuando el mundo no termina el día que él espera. Simplemente cambia su cartel, fija un nuevo día del juicio y vuelve a recorrer las calles. Una de las características definitorias de la religión es que nuestras creencias no se ven alteradas por los hechos, porque no tienen nada que ver con los hechos.

Así que voy a darles algunos hechos. Sé que no han leído nada acerca de lo que les voy a decir en el periódico, porque los periódicos literalmente no informan de ellos. Puedo decirles que el DDT no es cancerígeno y no causa muertes a los pájaros y nunca debería haber sido prohibido. Puedo decirles que la gente que lo prohibió sabía que no era cancerígeno y lo prohibieron de todas formas. Puedo decirles que la prohibición del DDT ha causado la muerte de decenas de millones de gente pobre, principalmente niños, cuyas muertes son directamente atribuibles a una cruel sociedad occidental avanzada tecnológicamente que promovió la nueva causa del ecologismo creando una fantasía acerca de un pesticida y dañando así irrevocablemente al tercer mundo. La prohibición del DDT es uno de los episodios más desgraciados de la historia del siglo XX en América. Lo sabíamos bien y de todas formas lo hicimos, y dejamos morir a gente en todo el mundo sin que nos importara en absoluto.

Puedo decirles que el fumador pasivo no corre riesgo alguno ni lo ha corrido jamás, y la EPA siempre lo ha sabido. Puedo decirles que la evidencia del calentamiento global es mucho menor de lo que sus proponentes nunca admitirán. Puedo decirles que el porcentaje de terrenos urbanizados en EEUU, incluyendo ciudades y carreteras, es del 5%. Puedo decirles que el desierto del Sahara está disminuyendo de tamaño y el total de hielo de la Antártica se está incrementando. Puedo decirles que un grupo de expertos de máximo nivel concluyeron en la revista Science que no hay tecnología conocida que nos permita detener el incremento de dióxido de carbono en el siglo XXI. Ni la eólica, ni la solar, ni siquiera la nuclear. El grupo concluyó que era necesaria una tecnología totalmente nueva (como la fusión nuclear), y que en caso contrario no podía hacer nada y mientras tanto todos los esfuerzos serían una pérdida de tiempo. Decían que cuando los informes del IPCC de la ONU afirmaban que existían tecnologías alternativas y podrían controlar los gases de efecto invernadero, la ONU estaba equivocada.

Puedo detallar, con suficiente tiempo, los hechos que justifican estas opiniones y puedo citar los artículos apropiados que no aparecen en revistas de chalados, sino en las revistas científicas más prestigiosas, como Science y Nature. Pero esas referencias probablemente no importarán nada más que a un puñado de ustedes, porque las creencias de una religión no dependen de los hechos, sino más bien son materias de fe. Creencias inamovibles.

La mayor parte de nosotros ha tenido alguna experiencia en tratar con fundamentalistas religiosos y entendemos que uno de sus problemas que no se ven a sí mismos en perspectiva. Nunca reconocen que su manera de pensar es sólo una de muchas otras posibles y que pueden ser igual de buenas o útiles. Por el contrario, creen que su manera es la correcta, todas las demás son erróneas, están en el negocio de la salvación y quieren ayudarnos a ver las cosas de la forma correcta. Quieren ayudar a salvarnos. Son totalmente rígidos y no les interesan los puntos de vista opuestos. En nuestro moderno y complejo mundo, el fundamentalismo es peligroso a causa de su rigidez y su impermeabilidad a otras ideas.

Quiero defender que es nuestro momento para realizar un gran cambio en nuestro pensamiento acerca del medio ambiente, similar al que se produjo en torno a primer Día de la Tierra en 1970, cuando se expresó por primera vez esta inquietud. Pero esta vez necesitamos sacar al ecologismo de la esfera de la religión. Necesitamos acabar con las fantasías míticas y las predicciones apocalípticas. En su lugar, necesitamos empezar a hacer ciencia pura y dura.

Hay dos razones por las que pienso que todos necesitamos librarnos de la religión en el ecologismo.

En primer lugar, necesitamos un movimiento medioambiental y ese movimiento no es muy efectivo si resulta ser como una religión. Sabemos por la historia que las religiones tienden a matar gente y el ecologismo ya ha matado en distintos lugares entre 10 y 30 millones de personas desde los años 70. No es una buena cifra. El ecologismo necesita estar absolutamente basado en ciencia objetiva y verificable, necesita ser racional y flexible. Y necesita ser apolítico. Mezclar preocupaciones medioambientales con las fantasías fanáticas que tiene la gente sobre un partido político u otro es olvidar la fría verdad: que hay poca diferencia entre los partidos, excepto en su retórica. Al esfuerzo por promover legislación eficaz para el medioambiente no le ayuda pensar que los demócratas nos salvarán y los republicanos no. No olvidemos qué presidente fundó la EPA: Richard Nixon. Y no olvidemos qué presidente otorgó licencias petrolíferas federales, permitiendo las perforaciones en Santa Bárbara: Lyndon Johnson. Así que dejemos la política aparte cuando pensemos en el medio ambiente.

La segunda razón para abandonar la religión ecologista es más apremiante. Las religiones piensan que lo saben todo, pero la triste realidad del medio ambiente es que nos vemos con sistemas evolutivos increíblemente complejos y normalmente no estamos seguros de cuál es la mejor manera de proceder. Los que están seguros demuestran así su tipo de personalidad o su sistema de creencias, no su nivel de conocimiento. Nuestra actuación en el pasado, por ejemplo, gestionado parques naturales, es humillante. Nuestro esfuerzo de cincuenta años sobre la supresión de fuegos forestales es un desastre bienintencionado del que nuestros bosques nunca se recuperarán. Necesitamos ser humildes, profundamente humildes, a la vista de lo que intentamos hacer. Necesitamos probar varios métodos para hacer las cosas. Necesitamos ser abiertos para examinar los resultados de nuestros esfuerzos y flexibles al sopesar necesidades. Las religiones no son buenas para ninguna de estas cosas.

¿Cómo nos las arreglaremos para arrancar el ecologismo de las garras de la religión y volver a hacer de él una disciplina científica? Hay una respuesta sencilla: debemos establecer requisitos más estrictos para lo que constituye el conocimiento en el entorno ecologista. Estoy absolutamente harto de supuestos hechos politizados que simplemente no son verdad. No es que esos “hechos” sean exageraciones de una verdad subyacente. Tampoco que ciertas organizaciones depuran el caso para presentarlo de la manera que más les interesa. En absoluto: lo que están haciendo cada vez más grupos es presentarnos sus mentiras, pura y simplemente. Mentiras que saben que son falsas.

Esta tendencia empezó como la campaña contra el DDT y se mantiene hasta hoy día. En este momento, la EPA está politizada sin remisión. Siguiendo a Carol Browner, probablemente sea mejor cerrarla y empezar de nuevo. Lo que necesitamos es una organización más cercana a la FDA. Necesitamos una organización que sea despiadada en la consecución de resultados verificables, que financie proyectos de investigación idénticos a más de un grupo y así todos en este campo se harán honrados rápidamente.

Porque al final la ciencia nos ofrece la única manera de evitar la política. Y si permitimos que la ciencia se politice, estamos perdidos. Entraremos la versión Internet de las épocas oscuras, una era de crecientes temores y prejuicios salvajes, transmitidos a la gente que no conoce nada mejor. No es un buen futuro para la raza humana. Es nuestro pasado. Así que es el momento de abandonar la religión del ecologismo y volver a la ciencia del ecologismo y basar firmemente en él nuestras decisiones políticas públicas.

Muchas gracias.