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Educación, Estado, iniciativa social

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Conferencia del V Congreso "Católicos y Vida Pública", 14-16 de noviembre de 2003.

El tema de la educación supone una fuente inagotable de polémica. ¿Por qué puede resultar medianamente dificultoso pero posible poner de acuerdo a los partidos o fuerzas sociales en otros temas capitales –como justicia, defensa, política exterior, forma de Estado– mientras que en el tema educativo parece que las posturas están abocadas a enfrentarse? Este debate es especialmente virulento en el caso de la educación religiosa (incluyo en este concepto tanto el tema de los centros de titularidad católica como el de la asignatura de Religión en la escuela), que cíclicamente puede aparecer (últimamente lo ha hecho con motivo de la ley que considera evaluable la asignatura de Religión[1]) y que en España tiene profundas raíces históricas[2], salpicadas de agrias y dramáticas polémicas.

En el debate, que parece interminable, entre Estado e Iglesia acerca de la educación, en sus formas clásicas los términos de las distintas argumentaciones están bastante claros y son conocidos en una ya vieja polémica. Por una parte, la Iglesia reclama su derecho a participar en la educación arguyendo sus prerrogativas “sobrenaturales” de derecho divino y, en otro plano, las “naturales” de la familia, que son anteriores a las del Estado, como la familia es previa a la creación del Estado. Aunque extrañe a sus adversarios, la Iglesia ha insistido históricamente más en los últimos que en los primeros. Esto se repite en las manifestaciones del Magisterio prácticamente con pocas variaciones. Quizá el primer corpus teórico que sistematiza estas ideas, aunque dentro de una larga tradición, sea la encíclica de Pío XI sobre la educación cristiana Divini illius Magistri, de 1929. Aquí están las ideas maestras que luego se han seguido. “La familia tiene inmediatamente del Creador la misión y, por tanto, el derecho a educar a la prole, derecho inalienable por estar inseparablemente unido por la estricta obligación, derecho anterior a cualquier derecho de la sociedad civil y del Estado, y por lo mismo inviolable”[3]. Esto es algo que con frecuencia se ha soslayado: la Iglesia, más que sus propios derechos, en este tema pide los de la familia. Si éstas desean la educación religiosa el Estado no debe coartarla. Pero; ¿y si no es así, o si las familias demandan otra educación? Aquí la Iglesia se aventura a entrar en una dialéctica en una situación de evidente libertad religiosa. No impone como premisas sus ideas, sino que intenta difundirlas (la evangelización) primero y garantizar su respeto después. Es lo contrario a una ideología integrista que parte de la imposición de una verdad indiscutible e indivisible en los distintos ámbitos. Se desarrollan aquí dos conceptos muy queridos a la Doctrina Social y que son clásicos: el de subsidiariedad y el de derecho natural.

En el otro lado, está la afirmación (ya también clásica) del Estado como ente laico y neutral en materia ideológica y religiosa. Esto conlleva otro principio fundamental: el Estado como garante de la libertad y el pluralismo religioso. Hay que reconocer que esta concepción supone un progreso irrenunciable y es uno de los pilares sobre los que se asienta el Estado moderno. Como ha recordado un columnista recientemente, no puede concebirse en una sociedad democrática una religión que emane un derecho positivo. Aquí está una de las claves, si no la principal, de la gran dificultad de los países de mayoría islámica para consolidar sistemas democráticos[4]. Por otra parte, no puede olvidarse la misma aportación cristiana de esta situación; esto es, el hecho histórico de que la separación entre confesión religiosa y Estado (u organización social, modo de civilización, “cultura” en el sentido de las señas de identidad de un grupo humano frente a los demás) es prácticamente un fenómeno cristiano, desconocido antes de la aparición del Cristianismo en el mundo antiguo y casi inexistente fuera de las naciones de mayoría cristiana.

Estos son, a grandes rasgos, los términos clásicos del debate. Las argumentaciones desde ambos bandos, no es que hayan perdido actualidad o veracidad, pero sí que tienen algo de “etapa superada”. Hay unas argumentaciones nuevas que son las que interesan en este caso. En una conferencia del catedrático de Didáctica D. Carlos Marcelo (Universidad de Sevilla) sobre “La red de profesores”[5], se nos exponía a los asistentes todos los retos, muchos y difíciles, que tiene planteados la educación en el momento presente. Se nos animaba (en el público éramos todos profesionales de la enseñanza) a hacer frente a esos retos, porque (creo que éstas eran sus palabras más o menos literales) “de lo contrario, vendrá la iniciativa privada y lo hará por nosotros”. La frase, que a todos los asistentes les debió parecer normal, me chocó tanto, que aún la recuerdo y me provoca la reflexión de este trabajo. No es llamativo lo que dice, sino las ideas previas que supone; ideas que, por otra parte, están bastante extendidas por el mundo de la enseñanza y la comunicación, ya que a mis compañeros les resultó natural. Esta idea supone lo que yo llamaría un “prejuicio antiliberal” (intentando dar a esta expresión un carácter más ideológico-filosófico que meramente político). Esto es, la iniciativa privada va a defender intereses oscuros y egoístas; normalmente identificados con intereses económicos; mientras que el Estado persigue objetivos altruistas y nobles. Es lo que lo llamo, en un fórmula que intenta ser más explícita “la primacía moral del Estado como axioma”. Intentemos analizar esta idea.

Hay una cosa que parece clara (para los que sustentan este prejuicio): el Estado es moralmente superior. Pero hay otra quizá más importante, la forma en que ejerce y justifica esta superioridad; ésta no necesita la constatación empírica; en una especie de prepotencia ontológica, no hace falta que se demuestre en la realidad, es un axioma previo a cualquier debate sobre el tema. (Es un mecanismo parecido a la defensa del comunismo -o de ideas de izquierda en general-: no importa que sus resultados empíricos sean malos, por ejemplo, lo datos sobre creación de riqueza; no se juzga a estas ideas por su resultados, sino por sus intenciones de principio. Si la realidad no concuerda con esta intenciones es que “fuerzas enemigas” –en este caso el Capital, el Sistema– confabulan contra ellas.) Esta premisa se desarrolla en dos identificaciones que en el fondo suponen un mecanismo argumentativo bastante simple: a) Lo estatal = lo público. b) Lo público = lo bueno. Según esto, se supone que hay un mundo maniqueo donde la distinción entre el bien y el mal está muy clara: el Estado (lo público) es lo bueno, siempre actúa desinteresadamente, en beneficio de la mayoría y sobre todo de los más desfavorecidos. La iniciativa privada es lo malo: busca el propio interés (supongo que este señor estaba pensando preferentemente en el interés económico), no el general. Consecuencia de este corolario es que el Estado debe actuar para corregir la labor “desigualitaria” de la iniciativa privada, idea que está en la base de todo pensamiento socialista o socialdemócrata; pero esta es otra cuestión. Hay un matiz que no puede olvidarse: este interés (bueno o malo, publico o privado, religioso o laico) si es económico (lo que llamamos el ánimo de lucro) es más “interesado”, valga la redundancia, y moralmente inferior a otros intereses (religioso, social, de satisfacción personal...) que parecen ser de más nobles intenciones.

El Estado así va creando y difundiendo una ideología que justifica su propia existencia y su extensión sin límites. Es lo que Jean François Revel, liberal agnóstico declarado y nada sospechoso de clericalismo, ha llamado el “Estado narciso”. Así lo describe el filósofo francés: “Teóricamente simple utensilio de la voluntad colectiva, el Estado tiende cada vez a convertirse de medio en fin, poniéndose a su propio servicio y marchando mecánicamente hacia una meta constituida por el totalitarismo en el interior y el imperialismo en el exterior”[6]. Revel está pensando, sobre todo, en los países del antiguo Bloque del Este, de ahí su mención del imperialismo, pero en realidad esta “tentación totalitaria”, que es objeto de análisis en su obra, es una enfermedad presente en todos los países, aunque exacerbada patológicamente en los países del “socialismo real”.

Evidentemente estos presupuestos suponen una falacia, a poco que se le aplique un análisis riguroso. Por una parte, el concepto de lo público es una nota inherente al concepto de Estado, pero no lo determina ni supone su nota exclusiva. Que la oposición público-privado termine siendo la de estatal-no estatal, responde a una antigua estrategia que termina imponiendo una falsedad a fuerza de repetirla. Hay otro punto que muestra su débil fundamentación: la neutralidad moral connatural al Estado. El Estado, ente jurídico abstracto, está ocupado por grupos de interés, representantes de sectores sociales, familias o clanes (en casos de Estados no democráticos), en suma, por hombres con sus debilidades y grandezas. No puede haber una neutralidad moral en este caso. Y habría que decir algo más: el concepto mismo de neutralidad moral es una contradicción en sus propios términos, ya que precisamente moral significa toma de posición, hacer que los actos humanos tengan una dirección determinada y, por tanto, un sentido. En el momento en que se toma una determinación, un conjunto de intereses se pone en movimiento inevitablemente. Ningún acto humano, ni siquiera los estatales, escapan de esta ley fatal. Pero si este concepto de neutralidad se ve como imposible, también lo es el de superioridad. La historia demuestra que ha habido Estados perversos, que han actuado en contra de los intereses de sus ciudadanos; sería el caso de los Estados pre-democráticos o anti-democráticos. Pero también en el moderno Estado democrático esto es posible, la diferencia entre ambos es clara –y abismal–: en el segundo hay unos mecanismos de control, corrección y cambio, que hace posible rectificar o paliar cualquier error.

Frente a este “Estado narciso” que se expande y justifica su expansión de forma ilimitada hay que vindicar el concepto de sociedad civil, esto es, la actividad de aquellos grupos orgánicos que tienen una repercusión pública, que buscan su propia promoción, pero que, en esta misma dinámica, contribuyen al bien común de una forma clara. En las democracias hay una serie de garantías que formalmente defienden los derechos de los ciudadanos y de los grupos no estatales frente al posible abuso y arbitrariedad del Estado. Pero eso es lo que llamaríamos una defensa pasiva; es necesario algo más: una actividad amplia, viva, influyente de la iniciativa social, que actúe por su cuenta –siempre dentro del marco jurídico Estatal que establece reglas del juego claras-, fomentando iniciativas de todo tipo: culturales, religiosas, económicas. De hecho, la iniciativa social debería ser el “contenido”de la dinámica social, mientras que el marco público estatal sería la forma. Se rescata la vieja idea de la “mano invisible” de Adam Smith, pero no en el campo económico, sino en el social; cada parte activa de la sociedad civil busca su propio provecho y, al tiempo, está logrando el de toda la sociedad, en una actividad personal y colectiva que puede tener sus contradicciones y consecuencias negativas, pero cuyo sentido general es beneficioso. De lo contrario, la sociedad puede adormecerse, puede acostumbrarse a que el Estado lo haga todo por ella; una situación así puede ser letal, y algunas experiencias históricas en este sentido hemos conocido en el siglo XX.

En este trabajo no se aborda en profundidad el tema de la educación, como parece proponerse desde su título, sino que se intenta dejar dibujados a grandes trazos los que puede ser un marco teórico de un debate actual (y futuro) sobre el tema. Parece que la Iglesia pide el mantenimiento de privilegios cuando defiende sus derechos en materia de educación, sin embargo cuando son otras instituciones las que piden un lugar en la dinámica social, no se ve así. Quizá esta falsa percepción se deba a que se plantea el debate en unos términos ya superados: la laicidad del Estado y el derecho “natural”, pre-estatal, de la familia a la educación religiosa. En realidad, la laicidad del Estado no es hoy motivo de discusión en ningún país de mayoría católica. Cuando se suscita este debate, siempre lo hacen los mismos con las mismas intenciones. La misma Iglesia, en realidad, es una de las creadoras del Estado laico al plantear una religión universal, católica, desligada de una forma concreta de orden político o civilización. Por ello la Iglesia acepta este status y sólo pide una situación de libertad religiosa en la que ella pueda actuar sin trabas y –digámoslo con un término economicista– en “competencia” leal con otras confesiones o concepciones ideológicas si las hubiera. Por lo tanto, parece más apto el concepto de iniciativa social para enmarcar la labor educativa de la Iglesia y justificarla. Concepto, por otro un lado, más amplio, con lo que la Iglesia se pone en el inevitable contexto de una sociedad pluralista. La Iglesia y su labora educadora son “parte” de esa iniciativa social necesaria en un Estado cada vez más acaparador de la primacía moral. No puede ser una casualidad que los regímenes políticos totalitarios, anuladores (más bien acaparadores) de la iniciativa social, como el comunismo y el nazismo, hayan abiertamente anticristianos y la Iglesia los haya condenado con firmeza en sus documentos. Allí donde la Iglesia ha actuado con libertad, el totalitarismo del Estado se ha combatido o atenuado.

La actividad social y pastoral de la Iglesia va íntimamente unida a la educación desde sus orígenes. Se trata de una identificación más profunda que la conveniencia de un momento histórico determinado o la defensa de unos intereses concretos. Es algo consustancial a la Iglesia, que ha sido educadora, la gran educadora de la humanidad desde sus comienzos. Educación e Iglesia son realidades unidas por fortísimos vínculos, que resumo en estos tres aspectos:

1. Hay razones que yo calificaría de orden antropológico. El concepto de educación está vinculado al concepto cristiano de persona. La persona como ser perfectible, siempre inacabada, a la que la educación en todo momento puede mejorar, hasta los últimos instantes de su vida. El hombre no es nunca un ser cuya vida esté cerrada, por ello la posibilidad la salvación siempre está abierta, incluso en personas de comportamiento monstruoso. Por otro lado, la libertad responsable, la comunicación, el sentido del deber personal, son rasgos que caracterizan el concepto cristiano de persona y que están en la base de una actitud educadora. Los mismos contenidos de la revelación no se presentan como un conocimiento súbito, momentáneo, sino como un largo aprendizaje, como un “catecumenado” que requiere entrenamiento, método, estudio, es decir, aprendizaje. La aprehensión espiritual, contemplativa del dato revelado no está reñida con su comprensión intelectual, con su racionalización. Por todo ello, una concepción cristiana de la vida conlleva una concepción (permítaseme el término) “educacional” del hombre y la sociedad.

2. El sustrato cultural que el cristianismo impone a nuestra civilización, hace que no podamos ignorarlo, so peligro de perder totalmente el norte en el sentido cultural. La educación concebida desde el punto de vista cristiano es integral, va dirigida a perfeccionar al hombre en todos sus aspectos; el de los conocimiento históricos y culturales no es el único ni a lo mejor el más importante, pero sí que no se puede dejar de lado. Una sociedad donde se ignorasen las raíces culturales del cristianismo (cosa que en parte le está pasando al mundo occidental), sería un mundo hueco cultural e intelectualmente y un campo sembrado a las ideas del hedonismo fácil y de la simplificación empobrecedora.

3. El aspecto inevitablemente social de la educación es otro importante motivo que vincula a la Iglesia con la educación. La educación socializa al hombre, le da valores para que viva y conviva. En ese sentido, dentro de lo que hemos llamado iniciativa social, la labor educativa tendrá preeminencia, para la Iglesia y para cualquier organismo que quiera proyectarse sobre el cuerpo social. Se ha repetido muchas veces que no puede separase lo personal de lo social, que este es un falso binomio que conduce a un debate viciado de antemano. Se ha repetido muchas veces, pero habrá que hacerlo otras tantas, como respuesta a las voces que corean aquel argumento, ya manido desde la Ilustración, de que “la religión es un asunto privado”.


[1] La LOCE (Ley Orgánica de Calidad Educativa), que comenzará a implantarse en algunos niveles en el curso 2004-5, establece una solución que parece equilibrada: una asignatura de religión evaluable, que tenga dos opciones: una confesional (que puede ser o no católica) y otra general de cultura religiosa. Esperemos (aunque me temo que no será así) que esto acabe con un debate que se hace interminable.

[2] La II República, nada menos que en su Constitución de 1931, prohíbe en España la enseñanza religiosa, lo que da una idea de la hondura del conflicto. En el título III, cap. 1, art. 26.4º se establece expresamente con respecto a las órdenes religiosas (cito textualmente) “la prohibición de ejercer la industria, el comercio o la enseñanza”. Cf. Mariano Pérez  Galán, La enseñanza en la II República, Madrid, Mondadori, 1988.

[3] Pío XII resalta las mismas ideas en términos muy parecidos: “Los padres tienen un derecho primordial de orden natural con respecto a la educación de la prole, derecho inviolable y anterior al de la sociedad civil y del Estado” (Discurso del 8 de septiembre de 1946).

[4] Cf. mi artículo “Cristianismo, Islam y civilización”, publicado en el diario Sur (Málaga).

[5] En el II Encuentro de Grupos de Trabajo, 13, 14 y 15 de mayo de 2003, organizado por el Centro de Profesores de Málaga; los textos están publicados en C. D.

[6] La tentación totalitaria, Barcelona, Plaza-Janés, 1976, pág. 220.