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Liberalismo y democracia

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"La democracia significa tan sólo el aplastamiento del pueblo, por el pueblo y para el pueblo"

Óscar Wilde, El alma del hombre bajo el Socialismo (1981)

Resulta curioso que el debate teórico acerca de la democracia desarrollado a las puertas del siglo XX y comenzado ya el XXI, etapa histórica ésta caracterizada por los enormes avances en materia de conocimiento y tecnología, por el logro de metas y objetivos que, si bien hoy nos parecen rutinarios y normales, difícilmente pudieron ser concebidos e imaginados por nuestros predecesores hace apenas un siglo, se siga sustentando sobre la base de conceptos y argumentaciones que se remiten a tiempos ancestros en aras de una mayor demanda participativa e implementación de un modelo de democracia directa, pues, la democracia así entendida, en tanto modelo puro, se concibe en las postrimerías del siglo V a.C., constituyendo Atenas su ejemplo práctico más paradigmático.

Al mismo tiempo, desde la óptica contraria, inserta en la perspectiva crítica liberal, se vuelve a cuestionar mediante la restauración de conceptos liberales clásicos la vigencia y validez de un modelo, el representativo, que se creía ya permanente e inamovible, pero que, sin embargo, ha evolucionado de un modo paradójico justo en contra de lo que sus fundadores pretendían con su instauración. Esto es, el control y la restricción del poder político con el fin de defender y garantizar la libertad y ámbito privado de los individuos.

¡Oh, sorpresa!, pues ello demuestra lo ilusorio de aquellos planteamientos que pretendían enarbolar el fin de la historia[1], de la política y del pensamiento, ya que la realidad del debate expuesto nos muestra con claridad cuán equivocadas eran sus predicciones. Y es que nuevamente resurge el dilema que siempre ha estado presente y que, visto lo visto, no da señal alguna de que vaya a desaparecer en el futuro, pues lo cierto es que parece resultar insoluble, en el sentido de que permanecerá intacto por ser éste constitutivo de la condición y naturaleza humanas. La cuestión a la que me estoy refiriendo es, cómo no, el poder: su titularidad, su ejercicio y su particular naturaleza. Por constituir éste un atributo intrínseco e inequívoco de las relaciones humanas, al igual que ocurre con la razón y las pasiones en el individuo o la misma sociabilidad en el grupo.

El término de democracia liberal o democracia contemporánea, en tanto su origen, evolución y desarrollo, no se ajustan en absoluto al contenido y significación real del mismo, en tanto que no es democracia sino representación y en tanto no es liberal sino social. En este sentido, hemos podido observar cómo la teoría política contemporánea se ha encargado de demostrar fehacientemente la dinámica elitista que subyace en la práctica del gobierno representativo occidental. Ante tales pruebas, se viene configurando un nuevo debate teórico en las últimas décadas del siglo XX tendente a cuestionar la vigencia de tal modelo por verse éste supuestamente afectado por una situación de crisis, si bien es cierto que la interpretación de la misma difiere en función del análisis de dos problemáticas divergentes: en tanto crisis de representación o legitimidad (visión neomarxista), o bien crisis de gobernabilidad (perspectiva neoliberal).

Configurándose así dos corrientes analíticas opuestas y enfrentadas que difieren, no sólo en el problema, sino fundamentalmente en la solución propuesta para la superación de tal difícil y compleja situación:

  1. Mientras que la primera opta por reclamar una mayor participación ciudadana en el ámbito de la esfera pública con el fin de reforzar la construcción de una auténtica democracia: democracia directa.
  2. La segunda, sin embargo, propone un modelo limitativo del poder político al tiempo que maximizador de la libertad individual, consistente en la formación de una democracia legal o Estado mínimo: Estado liberal.

Así pues, presenciamos la vuelta o restauración teórica de conceptos y modelos interpretativos clásicos cuyos principales referentes se sitúan en épocas y períodos pertenecientes al pasado, la Antigua Grecia y la Época Moderna, respectivamente.

¿Se trata, pues, del afamado y suspirado fin de la historia? No, señores no, más bien todo lo contrario ya que, a la vista de las pruebas, lo que hoy en día estamos presenciando a nivel teórico es el retorno a la historia, la vuelta al pasado. Lo cual no debe extrañarnos si tenemos en cuenta que, si bien es cierto que las circunstancias y condiciones de las sociedades actuales son radicalmente distintas, el problema central de la Política sigue careciendo en la práctica de una solución final y definitiva. Esto es, la configuración del mejor régimen posible y, por consiguiente, la articulación y ordenación óptima del poder político.

La pregunta central que viene a colación sería, pues, la siguiente: ¿por qué ha de ser considerada la democracia como el mejor régimen político posible? ¿Cuáles son las razones que justifican tal afirmación?[2]

La respuesta a tales cuestiones deriva de nuestra particular concepción acerca de lo que consideremos el principal valor a tener en cuenta en toda sociedad: la igualdad (democracia) o la libertad (liberalismo).

Así pues, en función de la primacía de uno u otro, obtendremos sistemas políticos plenamente opuestos:

  1. Si el único valor a tener en cuenta es la igualdad, en tanto participación en el poder político, la consecuencia que se deriva de ello será la instauración de la democracia, una tradición teórica cuyo énfasis recae en el quién, ¿quién debe gobernar? Un régimen político que, por otro lado, ha sido denostado como sistema factible de gobierno a lo largo de toda la historia, excepto en momentos puntuales.
  2. Por el contrario, si lo fundamental es la defensa de la libertad del individuo, no cabe duda que el modelo a seguir será el concebido por los fundadores del liberalismo político primigenio[3], en tanto conformación de un Estado netamente liberal, una tradición que se centra en el cómo, ¿cómo se debe gobernar?

Lo paradójico de tal temática es que hoy en día la democracia es concebida en todo su esplendor como forma de gobierno deseable e, incluso, como el único sistema legítimo a tener en cuenta en el ámbito político mundial, a pesar de que su instauración práctica efectiva es sorprendentemente minoritaria. Prueba de ello es la excesiva frecuencia con que tal término es empleado por la intelectualidad y clase política actual sin apenas conocer su auténtico significado y consecuencias reales. En este sentido, la democracia ha tratado de justificarse epistémicamente de dos modos posibles:

  • Justificación intrínseca: según esto, la democracia se vería justificada no por sus consecuencias y resultados sino por algún rasgo que le es inherente. Ejemplo de ello es la justificación contractualista, según la cual la democracia es la mejor forma de gobierno por ser la única que cuenta con el consentimiento de los gobernados y, por lo tanto, se edifica sobre el consenso y sobre la aceptación de los gobernantes mediante proceso electoral. Se justificaría, además, por el hecho de que se constituye como un mecanismo de defensa eficaz para evitar el establecimiento y permanencia de un poder político arbitrario o tiranía, permitiendo por ello la protección de los derechos del individuo; mientras que, por otro lado, es el único sistema político capaz de conciliar del mejor modo posible dos valores contrapuestos e incompatibles por naturaleza: la libertad y la igualdad[4].
  • Justificación consecuencialista: de acuerdo con la cual una institución determinada se justifica porque su existencia produce mejores consecuencias o resultados que su no existencia. A este respecto, si uno observa la realidad que le rodea y comprueba que las cosas están mejor después de la introducción de una institución que antes no existía, tal introducción se encuentra plenamente legitimada. De acuerdo con esta visión, es mejor vivir en democracia no por razones fundadas en principios, sino por razones fundadas en consecuencias y resultados prácticos.

Ahora bien, las críticas contenidas en el debate teórico actual versan sobre ambas justificaciones respectivamente en función de la perspectiva de análisis escogida:

  • En primer lugar, desde una perspectiva rigurosamente democrática, el modelo representativo actual es acusado de no regirse por los auténticos principios en los que debe fundamentarse una auténtica democracia, viciando y perturbando así su verdadero contenido y significado ya que, en tanto "poder del pueblo", el actual sistema muestra una práctica elitista y un mecanismo de representación que limita a su expresión mínima la participación real de la población en la gestión y toma de decisiones de los asuntos públicos. Se trata, pues, de una crisis de representación cuya solución radica en mayor participación.
  • Desde una perspectiva liberal, la democracia es acusada de padecer una crisis de ingobernabilidad que trae como resultado la ineficacia e ineficiencia en cuanto al funcionamiento de tal modelo. Ello se debe a dos fenómenos intrínsecamente interrelacionados: por un lado, la enorme sobrecarga que padece el ámbito gubernamental y estatal contemporáneo como consecuencia de un exceso de demandas sociales dirigidas hacia la esfera pública; por otro, la extensión y ampliación competencial a numerosos ámbitos de la sociedad civil por parte del Estado, con la consiguiente intensificación de la intervención pública en la esfera privada de los individuos. Tal crisis ha de ser solucionada mediante la configuración y establecimiento de un menor gobierno, es decir, mediante la reducción de la esfera estatal al mínimo, siendo la seguridad y la protección para el libre ejercicio de los derechos naturales del individuo (vida, libertad, propiedad) la función básica a la que ha de circunscribirse la acción gubernamental para que pueda ser considerada legítima.

Al hilo de tal exposición, cabe decir que, históricamente, tan sólo han existido dos modos de concebir la libertad[5], valor básico del individuo:

  1. La libertad moderna: concebida como independencia del individuo con respecto al poder en un determinado círculo de actividades.

    "Así el individuo se siente libre cuando es dueño de su patrimonio y sus empresas, imprime la orientación que le place al ejercicio de su profesión, no encuentra trabas a la expresión de su pensamiento, educa a sus hijos según sus creencias, tiene pocas obligaciones militares y paga la menor cantidad posible de impuestos [...] se siente libre cuando su esfera personal, familiar y profesional no está invadida por el Estado. Este ideal se realiza cuando dentro del Estado hay muchas células autónomas, fronteras que el Estado respeta. En otras palabras, cuando el Estado no es totalitario. Según esto el hombre era más libre en el siglo XIII que en el XVI, y más en el XVI que en el XX, después de haberse hecho la ilusión de que iba a serlo plenamente en el XIX. Es decir, la libertad no depende de la posición del gobierno, por encima del pueblo o salido de él, sino de la organización social considerada en sus relaciones con el poder público".

    López Amo Marín, A., Los caminos de la libertad (1947)

  2. La libertad antigua: consistente en el hecho de participar activamente en el gobierno, siendo así el individuo libre por el simple hecho de que participa en la elección de su dueño y orientador de sus designios vitales.

    "El individuo es libre porque le manda quien él ha designado, independientemente de que le manden más o menos cosas. De esta manera podían considerarse libres el ciudadano francés del tiempo de Luis Felipe o el español de la segunda República, el alemán sometido a Hitler[6] y el inglés que votó por su actual régimen laborista".

    López Amo Marín, A.

Siguiendo las definiciones expuestas, llegamos a una conclusión ciertamente significativa y sorprendente: la libertad contemporánea ha sufrido un retroceso tal que, por paradójico que nos pueda resultar, se asemeja mucho más a la concepción antigua que a la moderna. Es decir, la libertad actual centra su objeto y punto de atención mucho más en la participación que en la defensa de las libertades individuales y restricción del poder público.

En este sentido, se ha cumplido ciertamente la predicción señalada por Constant en su crítica al pensamiento de Rousseau, en tanto que la implantación del sistema democrático supondría "la total sumisión del ciudadano para que la nación triunfe y que el individuo se convierta en esclavo para que el pueblo sea libre". Así pues, hemos vuelto al sistema de libertad de los antiguos, sólo que ahora su práctica, inherentemente problemática y claramente inferior a la concepción moderna, se ha visto infinitamente agravada por las extraordinarias dimensiones del Estado y formación política actuales.

¿Cómo ha sido esto posible? ¿Cómo se puede explicar que el hombre moderno haya sacrificado su propia libertad y la defensa de sus derechos naturales (vida, libertad, propiedad) en aras de una participación prácticamente imperceptible en la vida pública[7], perdida entre muchos millones de personas (derecho a voto cada 4 ó 5 años) y conservando además el Estado su omnipresencia y discrecionalidad interventora en la fundamental esfera privada de los individuos?

Parte de la respuesta a tal cuestión se encuentra en el análisis teórico-histórico en cuanto a la formación del Estado contemporáneo y sus diversas dimensiones. Ahora bien, cabe decir también que los tratadistas del Derecho Político moderno han ido conformando de forma progresiva la teoría del Estado, y con ella se ha producido la transformación de las doctrinas individualistas en las teorías de la supremacía y preeminencia estatal: el Estado crea la Ley, ¡he ahí el Derecho! De tal modo, que el individuo se subvierte y se termina por "arrodillar ante el nuevo Dios", un Dios terrenal, pero un Dios al fin y al cabo. ¡Rindámosle pues pleitesía al nuevo poder constituido!, un poder que se muestra más grande y extenso, más fuerte e intenso y mucho más perfeccionado que ningún otro hasta el momento conocido[8].

Ante esto, queda fehacientemente demostrado el fracaso del liberalismo clásico en su objetivo de lograr limitar y restringir el poder político ya que, si bien es cierto que tal corriente se origina como respuesta a la aspiración absolutista de los monarcas, el resultado del proceso iniciado con la instauración del Estado liberal moderno, el gobierno representativo, ha sido un fenómeno similar pero de gravedad y consecuencias infinitamente superiores a las que precisamente tales autores pretendían evitar: "el Estatalismo".

Y puesto que el liberalismo ha fracasado estrepitosamente en su intento, se hace necesario introducir ahora una nueva perspectiva de análisis en el debate teórico contemporáneo con el fin de revisar los postulados existentes, mejorar la comprensión de la situación en la que nos hallamos y, abriendo una nueva alternativa teórica, tratar de proponer y concebir nuevas soluciones a la problemática planteada.

Para ello, será preciso delimitar claramente el problema para, posteriormente, desde la perspectiva y visión liberal, avanzar e introducir una nueva línea de análisis, cuya formulación se encuentra inserta en una corriente de pensamiento emergente: "el libertarismo".


[1] Véase, Fukuyama, F., El fin de la historia y el último hombre, Planeta, Barcelona, 1992: “Es posible que lo que estamos presenciando no sea simplemente el final de la guerra fría [...] sino [...] el último paso de la evolución ideológica de la humanidad y de la universalización de la democracia liberal occidental como forma final de gobierno humano”.

[2] En este sentido, Churchill dijo una vez una frase que merece la pena recordar ahora: “La democracia es el menos malo de los sistemas, exceptuando todos los demás”. Sin embargo, coincidiendo en que no es el mejor, frente a tal afirmación quisiera añadir la siguiente perteneciente a George Bernard Shaw (dramaturgo irlandés): “La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos”.

[3] Locke y su concepción de los derechos naturales; Montesquieu y su estructura política de división efectiva de poderes; Constant y su fundamental concepto de libertad moderna; los federalistas estadounidenses, como Hamilton o Madison, tendentes a una participación restrictiva y limitada con el fin de evitar el “despotismo democrático”; Guizot y su análisis de la Revolución Francesa; Tocqueville y su acertado y fundamental estudio sobre la democracia en América; entre muchos otros. En este sentido, la lectura de los clásicos nos muestra de forma clara la importante distinción existente entre la particular concepción de un buen gobierno en contraposición con los riesgos inherentes y subyacentes a la práctica política democrática.

[4] Para un estudio profundo de la relación y pugna histórica existente entre libertad e igualdad, véase el fascinante trabajo llevado a cabo por Kuehnelt Leddihn, E.R.V., Libertad o igualdad. La disyuntiva de nuestro tiempo.

[5] Véase, Constant, B., Sobre el espíritu de conquista; Sobre la libertad en los antiguos y en los modernos, Tecnos, Madrid, 2003. En este clarificador trabajo, el filósofo de origen francés afirma que el individuo no era libre en la democracia antigua porque hasta lo más íntimo de su existencia se encontraba regulado y establecido por ley, toda su vida pertenecía al Estado. En compensación, el Estado no era más que él, el mismo individuo, debido al escaso número de ciudadanos, de ahí que su participación en la soberanía fuera efectiva al ser repartido un gran poder entre pocos hombres. Pero, al mismo tiempo, cabe señalar lo siguiente: “[...] si los antiguos sacrificaban su libertad por tener los derechos políticos, renunciaban a poco para recibir más, mientras que si nosotros hiciéramos el mismo sacrificio, daríamos más para recibir menos”.

[6] Recordemos que Hitler alcanza el poder mediante proceso democrático.

[7] De hecho, tan insignificante es el peso relativo del votante en el conjunto del proceso electoral que ciertamente son muchos los que se desentienden y renuncian a participar en el mismo. En este sentido, la desafección hacia el sistema es un signo patente y generalizado, al tiempo que se ve paulatinamente acrecentado en las sociedades occidentales modernas. Hasta tal punto esto es así que numerosos regímenes se conforman con una participación que, en muchas ocasiones no llega a alcanzar el 30-40% del electorado, llegando incluso ciertos países a imponer por ley la obligatoriedad del ejercicio de voto, lo cual resulta ciertamente significativo.

[8] No hay más que fijarse en las terribles experiencias del siglo XX para percatarse de ello, pues, nunca antes había alcanzado la raza humana tal nivel e intensidad de autodestrucción y aniquilamiento. El siglo de oro del conocimiento, del progreso científico, de la tecnología, de la riqueza y de la calidad de vida a nivel social se ve así, al mismo tiempo, ensombrecido por la época de mayor auge, esplendor y perfeccionamiento de la máquina y estructura estatal a favor de la concentración total del poder político, llegando a alcanzar su máxima expresión con la irrupción del totalitarismo. Al respecto de la naturaleza y evolución del poder, véase el fantástico trabajo de Jouvenel, B., Sobre el poder. Historia natural de su crecimiento.